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Cuarentena de hotel

Qué sabías tú del encierro, confiada en tu salud exultante, la que en pleno confinamiento se aireaba paseando a la perra. Desde que cruzaste la frontera han transcurrido seis días sin ver a ningún ser humano que no sea el policía del pasillo. Ni salir y entrar, ni mover el pomo para entornar la puerta. No tocas llaves. En este oriental hotel de cuarentena obligada no me han entregado ninguna tarjeta magnética. Soy una visitante confinada con un revoltijo de pensamientos que supuran sin sustancia. Si salgo me detienen, aunque solo quisiera mirarme al espejo del ascensor –como he hecho alguna vez en hospedajes que no tienen luna de cuerpo entero–. Me dejan las comidas en una bolsa con cubiertos de madera; llaman al timbre y cuando abres ya se han ido. Como si quisieran gastarte una broma.

Los gritos de los niños a lo lejos son la única droga permitida en el cuarto. Nada de alcohol. Temen que los huéspedes en cuarentena se pongan bizarros tras aligerar las horas de la nada. Los primeros días estuve en un cuarto con las ventanas cerradas. Era un espacio blanco nuclear, tenía una bañera con vistas. Pero no entraba el aire de afuera. Ni el polvo. Ni las moscas. Ni la realidad. Pedir un cambio de habitación fue una de mis habilidades en mi antigua vida sibarita. Ahora doy cuatro pasos por la terraza. Pienso en Assange y en sus idas y venidas en patinete por la embajada, en la espiral de locura a la que incita una puerta sellada. A lo lejos percibo un esfuerzo desmedido por levantar más rascacielos. ¿Para qué? Si se están acabando las oficinas, el papel, la materialidad: ya no valemos nada como personas físicas, basura humana. El hotel es una jaula de oro en la que tú misma haces la cama y quitas el polvo. Seguiré abriendo cajas con judías pintas y brócoli a las ocho de la mañana. La cabeza no se acomoda a ningún entretenimiento; una no entiende la vida sin que el placer gotee despacio.

El sentido común ha dejado de ser sentido, y, sobre todo, de ser común. Lo extraordinario, lo arbitrario, lo tentativo y errático nos trastorna y nos convierte en lamentacuentos. Han tocado el timbre, les dejo. A ver si esta vez los pillo.

La Vanguardia, 22 de Febrero 2021

Publicado en Artículos La Vanguardia

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