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Falsa simplicidad

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Durante unos meses, en un piso de estudiantes, fui vegetariana ovoláctea. Empezaba a estar de moda y resultaba más económico, dos razones de peso. Descubrí nuevos bocados a través de los más connaisseurs , como el kéfir. Lo fermentaba en casa, observando, no sin cierta aprensión, cómo mutaba en un tarro de cristal, de forma parecida a como hacía con los gusanos de seda. A veces sabía a nata ácida, otras recordaba que aquello era un hongo y me costaba tragarlo. No tardé en regresar al bocadillo de jamón y abandonar la pose.

A mi alrededor hay cada vez más personas que empiezan a sentirse esquilmadas por la onda del nuevo minimalismo. Se quedan mirando a sus objetos preguntándose si les hacen felices, según el catecismo de Marie Kondo, la mediática guerrera contra el síndrome de Diógenes. Y se cuestionan si deben deshacerse de ellos –reciclarlos, venderlos– y aprender a vivir con menos. El hechizo del consumismo experimenta una profunda contradicción: mientras lo material se convierte en virtual y proliferan las aplicaciones donde puedes verte vestida con las colecciones de las marcas de lujo que desees, la prenda más vendida en rebajas de Zara es siempre la más cara.

La crisis del 2008 y sus actuales ecos han reconducido nuestro estilo de vida. Una sociedad golpeada reconocía que comprar más no la había hecho más feliz. La estética del derroche fue desbancada por la estética de la necesidad, y las marcas blancas parecieron ser una tabla de salvación, aunque no del todo. Al final, regresábamos al sabor original, al igual que celebrábamos pisar ho teles, restaurantes o casas provistos de rasgos de estilo y personalidad, las arrugas del paso del tiempo.

No logo , reivindicaba como movimiento la activista Naomi Klein, con el fin de que el consumidor se autoprotegiera del poder de las marcas y no dejara el proceso de globalización en manos de grandes empresas transnacionales, como ha terminado ocurriendo diez años después. Los viejos comercios locales fueron devorados por cadenas que se clonaron, uniformizando las fachadas de las avenidas de todo el mundo y arrebatándonos el encanto de la decadencia.

Hoy abrazamos la estética de la simplicidad. Nos hemos acostumbrado a objetos ligeros y extraplanos, por mucho que tras su aparente esencialidad escondan una ingeniería prodigiosa. No queremos ver los excesos que a menudo comporta la imagen minimalista: la ilusión de sencillez calma el ansia de complejidad. No es el objeto lo que nos hace felices, sino nuestra capacidad de serlo a través del objeto.

Publicado en La Vanguardia

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