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La vida está lejos de aquí

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“Me gusta la gente de lejos, de cerca no”, le confiesa Olga, una sintecho búlgara, al reportero de un documental de RTVE que me hace parar el reloj. Se ha convertido en misántropa, y filósofa, a fuerza de malvivir buscando cobijo en los bancos de las estaciones centrales. Allí ha podido verificar la distancia entre la idea que tenemos de las personas y el encuentro con su individualidad. De ­lejos, la escena de hombres y mujeres que suben y bajan de los trenes, bostezan, sonríen, tropiezan, saborean un cara­melo, incluso puede reunir unos gramos de poesía. Pero a menos de un metro, la escupen, la pisotean, apenas la ven, ago­tada su compasión. Como si acercaran su cara a un espejo deformante, porque aquella promesa de ser personas de­centes y soberanas se desvanece en una galopante deshumanización de su propia humanidad.

La indiferencia frente al otro, el débil, el vulnerado, fustiga con ardor, y más en vacaciones. A finales de agosto, el Open Arms desembarcó a todos sus migrantes. A esta España pintona nunca se le ha dado bien recibir a sus héroes, pero ¿puede existir mayor aberración que la de amenazar con cuantiosas multas a quienes mantienen con vida al espíritu humano?

Los veraneantes leíamos las noticias en sandalias, perplejos ante tal dosis de surrealismo, una manera fina de nombrar la inoperancia, la falta de empatía, la torpeza de una Europa colapsada, incapaz de ponerse de acuerdo para socorrer al náufrago. O para acatar la ley de mar, que aún entiende la línea que existe entre el latido y su ausencia, y que no discri­mina entre muertos vips y de baratillo. Qué vergüenza hemos sentido ante las insolidarias proclamas de nuestros gobernantes. De las falsas exigencias sobre el “permiso para rescatar” a los “náufragos de conveniencia” y el subterfugio de las mafias que han agitado algunos líderes de la derecha.

La vida és lluny d’aquí (Tusquets) es un título de una novela de Milan Kundera que tan bien me sirve para definir la agonía del barco frente a Lampedusa, inmovilizado, a punto de sangrar, agotadas las fuerzas, aunque Marcos de Quinto sospechara que se servía langosta a bordo. Delinea un nuevo orden ético muy alejado de la posición del papa Francisco, el único líder a quien parece importarle la crisis de los refugiados, o del humanismo secular: y ese es un dato cabal que ilustra la hipocresía entre teoría y práctica. Nuestro gobierno en funciones ha declarado, veloz, que con las quince cabezas que les han tocado en el reparto ponen el tapón ante quienes huyen de su propia desesperación, a pesar de la oscuridad.

Es innegable que vivimos en el mejor de los tiempos de la historia, y que gracias al progreso hemos acortado la insensibilidad. Afirma el pensador Steven Pinker que, para salir del pequeño círculo de lástima, de nuestra tribu, hay que extender el sentimiento de amor universal. En el otro extremo, el mundo oscurantista de ultras como Salvini, Abascal y compañía, también el mercado salvaje y el postureo electoralista del PSOE, favorecen la pegada de una democracia psicópata.

Publicado en La Vanguardia

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