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Preferiría no hacerlo

Me reencontré con un amigo al que hacía años que no veía y, entre otras historias, me contó que había estado enfermo: “Fui al hospital y me atendieron corriendo, pero eran tiempos donde aún valían los enchufes”. En sus palabras quedaba patente la hermenéutica de una era en la que los atajos por influencia o los comportamientos abusivos han ido emergiendo como bolas de pelusa cada vez más gordas, comisiones, contratos amañados, ventas de nada a cambio de oro.

Hoy prevalece una mayor conciencia cívica y equitativa frente a la picaresca que abusa de los más débiles y que urde chanchullos. Pero hay un aspecto que sigue inamovible, replegado en sí mismo, causa de desesperaciones personales y flagrantes abusos institucionales. Me refiero a la burocracia, ese magma gris, ese muro contra el que el escribiente Bartleby se paraliza y repite: “Preferiría no hacerlo” (en agosto se cumplirán 200 años de la muerte de su autor, Herman Melville, que murió completamente olvidado). Las pilas de papeles amontonados que Bartleby prefiere no revisar, igual que la espiral absurda de oscuridades administrativas que tan bien relató Kafka, evidencian la indefensión en la que ­queda el individuo. El ciudadano al que le dicen: “Vuelva usted mañana, y traiga tal papel; o una firma compulsada”. Resiste ese poder concentrado, adormecido en su propia maquinaria, que zancadillea decisiones personales de gran calado.

“Cuando quieres combatir la dictadura de la burocracia, sólo la agigantas, tienes que hacer una circunvalación”, me razona Gemma Calvet, directora de la Agència de Transparència de l’Àrea Metropolitana de Barcelona, que ha presentado con gran éxito ante la ONU el programa Lorenzetti –en colaboración con las ciudades de París, Montreal y Bogotá–, donde, a través de la obra del pintor italiano, se hace comprender que no hay integridad sin ética público-privada y para ello la cultura humanista es imprescindible. En la construcción de la nueva identidad pública, el papeleo es sinónimo de infinitos laberintos trazados por unas administraciones ahogadas en sí mismas y perdidas en sus dédalos tecnológicos. Según Calvet, existen dos tipos de funcionarios: los políticos y los carismáticos. Los primeros son prisioneros de la rutina, de la inercia, mientras que los segundos son contrarios a la concentración de poder estático y unipersonal.

Sólo los débiles quedan a merced de coacciones y favores, afirmaba Epicuro. El marketing de la transparencia llena hoy la boca de todos aquellos que quieren (de)mostrar su nuevo liderazgo –sea por coherencia o porque quien coquetea con las cloacas un día u otro verá flotar su propio cadáver en ellas–, pero poco tiene que ver con una limpieza real, la que exige recursos económicos y humanos, y también un firme compromiso político. ¿Cuántas buenas ideas se han malogrado por la burocracia del confort? ¿Cuántas personas no han podido mejorar sus vidas a causa de un papeleo a destiempo? Le robo la frase a Calvet: la democracia será ética, o no será.

Imagen: Richard Hamilton, ‘Archive’

Publicado en La Vanguardia

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