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Españoles de bien

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En apenas dieciséis días los taxistas de Madrid han mudado la piel. Compungidos, todavía se quitan el fango que les ha llegado hasta el cuello, no esconden su abatimiento e incluso su vergüenza. Sus coches se han convertido en auténticos gabinetes psicológicos a pesar de los respaldos de las bolitas de madera. No hay fotos de Freud, aún conservan las estampas de santos y los corazones con foto, puede que pronto cuelguen la del Che. De su asociación libre de ideas enseguida se advierte que el mundo en el que creían hasta ahora se ha desmoronado. De llenarse la boca como votantes peperos, hoy declaran su simpatía por Podemos. “No todos son perroflautas. Hay gente muy preparada, aunque les han creado mala fama, igual que a nosotros”, afirma Julián, 42 años, exdeli­neante. “Este no es el trabajo de mi vida, pero, al caer la construcción, acabé en el taxi, lo mismo que mi padre”.

Una doble ración de hielo se sentía en el asiento de atrás el pasado martes, cuando la flota blanca y roja empezó a rodar por la Castellana tras su plante mayor. Se trataba de una tensión parecida a la de los ex que se encuentran de nuevo; y, albricias, los diales de sus radios habían girado. “No volveré a escuchar la Cope, ni Onda Cero”, me dijo Raúl. También ha entrado en su rutina un nuevo surtido de ambientadores comprados en familia durante la huelga. Que no sea por perfume ni por agua, como la botellita que me ofreció un conductor hundido: “Me siento engañado por los de toda la vida, siempre pensando que nos representaban, y qué va; sólo les interesa lo suyo: su dinero, su poder”.

El prototipo del taxista español representó gráficamente la expresión que tanto engola al moralista Pablo Casado, “españoles de bien”, aparentemente inocente pero que obliga a preguntarse: “¿Seré yo un español de mal?”. Antiguamente, la fórmula “buen hombre” en lugar de ser un anticipo a cuenta de la bondad ajena marcaba un tratamiento despectivo equivalente a “pobre diablo”. Bien se quejó Don Quijote cuando un sirviente le llamó así: “¿Úsase en esta tierra hablar desa suerte a los caballeros andantes, majadero?”.

Hay en la derrota de los taxistas un sentimiento de impotencia, el de no encontrar la manera de comunicar su desdicha: la de un futuro con carreras que valen 15 euros cobradas por los VTC a 45 en los picos de mayor demanda. La liberalización del sector implica estos excesos. Hay quienes esgrimen la competencia perfecta o el estatus que brindan los chóferes con coche oscuro y cristales tintados, olvidando que muchos son aprendices explotados y que su crecimiento debería estar firmemente regulado, al menos como el del uso del patinete.

La humillación sufrida por los taxistas madrileños, otrora españoles de bien, ha tenido un impacto brutal en su identidad y, sin apenas transición, el Me va… de Julio Iglesias ha dado paso al Clandestino de Manu Chao cuando la noche cae sobre el retrovisor.

Publicado en La Vanguardia

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