Abro con gula el último libro de Lucia Berlin que me manda Eugènia Broggi, Un vespre al paradís (L’Altra Editorial) –en castellano la edita Alfaguara–, y encuentro dentro dos postales con el retrato de la escritora de vida novelesca, que ha sido recuperada más de una década después de su muerte. Su mirada de eye liner arroja curiosidad y simpatía, pero una condición se impone sobre las demás y explica por qué nos gusta tanto rescatar sus fotos: su encanto, tanto el personal como el que proyectan sus personajes. A modo de prólogo, su hijo Mark subraya esa cualidad tan genuina: “Lucia, bendita sea, era una persona rebelde y una artista extraordinaria, y en sus tiempos bailaba”.
El charme es un valor a la baja. Se alude al carisma, a la empatía, a la credibilidad o al rigor, pero las personas encantadoras parecen no tener cabida en un código relacional donde la audacia prima sobre la dulzura, o mejor dicho el cinismo ocupa el lugar de la comprensión. En cambio, cuánto reconforta el encanto: una luz en la mirada, un oído fino, un movimiento sinuoso y lento, y, sobre todo, una manera de estar en el mundo con los seis sentidos. Benjamin Schwarz, que publicó un certero ensayo sobre el auge y la caída de este don, argumentaba que “sólo los conscientes de sí mismos pueden tener encanto; está ligado a una sensibilidad que, en el mejor de los casos, se acerca a la sabiduría, o al menos a la mundanidad”.
El encanto es como un lugar del que no quieres irte, la película que te atrapa o la canción que regresa una y otra vez, no por pegadiza sino porque expande el ánimo. Es un microclima cálido el que ofrecen las personas encantadoras, las que abrazan mundos sutiles lejos de la sinceridad hiriente. Encantadores son los poemas de Leopardi, y los de Lucrecio, el poeta de la luna; los personajes de Henry James, como aquella Pandora grácil que encarna la nueva clase naciente en la América: las self-made women. También la sonrisa abierta de Louis Armstrong –su satchmo–, la levedad de Audrey Hepburn, y el regocijo con el que Nabokov se contemplaba en los espejos del palacio Montreux, hacía muecas y felicitaba a las limpiadoras por haberles sacado un brillo irreal. O nuestra Ariadna Gil, que se mueve igual que un pincel sobre las tablas pintando la escena de Jane Eyre.
Si hay algo de sofisticación en el encanto es precisamente su excepcionalidad. Porque nada tiene que ver con la etiqueta que se puso de moda entre hoteles y casas rurales “con encanto”, sinónimo de cursi y postizo. El encanto no entiende de empachos ni barroquismos, tampoco caduca. Es la conjunción de suavidad, atractivo y originalidad. Y lejos de imponer superioridad moral, se reconoce en todo lo humano aunque a menudo parezca un hechizo divino.
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