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También se duerme en la cama

FARUFFINI Federico - La lectora

La soberbia posmillennial se alimenta en la cama, el lugar preferido de los adolescentes. Viven más de la tercera parte del día en ella, tumbados en posición de estrella marina o de ravioli, y no se creen vagos, todo lo contrario. Sobre el colchón, las sábanas abatidas a los pies, comen, beben, se entretienen y comandan sus sentimientos desde una pantalla. En Francia, nueve de cada diez chavales no van al catre sólo para dormir. En Le Monde, le preguntaban sobre el fenómeno a un psicoterapeuta afamado, Pierre Lassus, que aseguraba que no hay que alarmarse, que este hábito consiste en un ejercicio de libertad, un rito de pasaje en su formación.

Es su territorio inviolable, atesoran la sensación mullida, la penumbra que todo lo retrasa. Hay tantas cosas que no pueden sucederte en la cama, deben pensar, sintiéndose a riesgo de casi todo, excepto de la propia mente que se ha habituado a la indolencia. Los de la Generación Y o Z deberían leer Oblómov (Alba); disfrutarían con el encantador personaje de Goncharov, un radical la vida echada cuya desafección del mundo únicamente halla acomodo en su lecho. Porque ellos han sustituido la verticalidad por la horizontalidad. Aseguran pensar mejor postrados, y así, estudian, escriben, cabecean y socializan en redes desde ella, con su bol de cereales o su lata de refresco.

La viuda del escritor Juan Carlos Onetti, la violinista Doris Muhr, comentaba recientemente algunos aspectos cotidianos de su vida en común. “Juan dormía, comía, leía y hacía el amor, todo en la cama, porque consideraba que era donde pasaba todo lo importante, pero en realidad era pereza”, confesó. Ahora, una cosa es ser Onetti y permitirte creer que en el lecho ocurre todo lo importante, y otra empeñarse en vivir echado. Al extremo de que a tal patología se le denomina clinomanía, una enorme desgana, además de una impotencia atroz para despegarse de la sábanas. Los expertos lo diferencian de la pereza, y aluden a una glorificación exagerada de la intimidad. Y a una negación a la vida activa.

Las madres recogemos latas vacías cuando los hijos no están en su cueva. Les llamamos vagos. No abren un periódico. No comen conejo, y si se lo recriminas te dicen que lamentablemente fueron socializados para no comerlo. En su determinación se refugia el malestar, un freudiano matar al padre o a la madre azuzado por el cambio de paradigma que tiene a sus viejos tarumbas. Más que nunca, la cama ocupa el centro de su vida, libres y a salvo, sin necesidad de añorarla como los adultos, que nos mantenemos de pie pero desearíamos dimitir de la bronca nacional y hallar solaz sobre el colchón y la almohada, en ese pequeño templo de la condición humana.

Imagen: ‘La lectora’, Federico Taruffini

Publicado en La Vanguardia

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