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Vida de perros

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Trae sushi a casa; el casco a un lado, la bolsa al otro. Te saluda y no ves a un hombre exhausto, sino una llama apagada, un saco de cenizas. Apenas habla, intentas arrancarle una sonrisa, está marchita; cobra cuidadosamente, da las gracias, y al cerrar la puerta permanece por un momento de su huella un olor a intemperie, la evidencia de una vida de perros. Es un biker, uno más que a golpe de aplicación de nombre juvenil acude en bicicleta o moto a repartir comida, todo rápido, cómodo, cool. Algunos aguantan silenciosos y sumisos, otros han empezado a golpear la pesada cadena. Porque no sólo cobran cuatro euros y pico disponibles 7×24 para juntar un sueldo básico, también carecen de seguro de accidentes o de salud. Hace unos días se dictó la primera sentencia que condenaba a una de las nuevas empresas con app, Deliveroo, y reconocía que el demandante, el motorista Víctor Sánchez, era obligado a ejercer de falso autónomo. Todos conocemos unos cuantos a nuestro alrededor desde que externalizar se convirtió en la palabra mágica de la remontada. Los muertos de hambre no tienen donde elegir. Trabajadoras domésticas sin contrato y sin festivos, becarios explotados que producen más que los séniors, repartidores de propaganda callejera que no consiguen disimular su humillación conforman un retrato de la precariedad sistémica. Afloran las voces de colectivos hasta ahora invisibles como las kellys –camareras de piso que no llegan a cobrar un euro a la hora y sufren penalidades variadas– o las aparadoras de calzado de Elx, esas mujeres sacrificadas hasta la extenuación sin las cuales no se terminaría a tiempo una producción de zapatos de lujo. Trabajan en su casa, les entregan el material sin instrucciones, inhalan y tocan una cola adhesiva y altamente tóxica para pegar lazos, adornos o plantillas, enferman, envejecen, y a pesar de mantenerse toda la vida vinculadas a las empresas que las subcontrataban, no tienen derecho a nada. “40 años trabajados”, pero sólo “6 cotizados”, se leía en muchas de sus pancartas el pasado Primero 1 de Mayo.

Economistas y sociólogos advierten que las empresas van a convertirse en plataformas de trabajo, externalizando cada vez más funciones. Cualquier joven sabe que no basta con un buen CV: está condenado a tener que inventarse su propio trabajo, acertar con el foco de la demanda y subsistir. Porque existe una cara B de la llamada economía colaborativa, que desde los años de la crisis viene floreciendo, impulsada por sus promesas de flexibilidad y dinamismo (este modelo representa ya un 1,4% del PIB español). Su fundamento consiste en hacer de intermediarios digitales que crean redes y pueden ofrecer precios muy competitivos dada su reducción de costes. Tan sólo necesitan una implicación constante de sus usuarios para seguir generando negocio, y una remesa de esclavos. Es la última mutación del capitalismo. No han inventado la precariedad, pero han elevado su soberbia en un mensaje escueto, de capataz: “Lo tomas o lo dejas”.

Publicado en La Vanguardia

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