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Vicente Verdú: Azul y menta

KAIW1342

 

El 25 de noviembre de 2016 acudí a la inauguración de una muestra de los cuadros de Vicente Verdú (Elche, 1942), en Madrid; “Interiores y pormenores” se titulaba. Al preguntarle cómo estaba, me apartó discretamente a un lado y con la voz, pero sobre todo con la mirada, me dijo: “me estoy muriendo”. Le habían detectado un cáncer. Metástasis. El terror a que se le quebraran los huesos. No sucedió. La enfermedad se convirtió en experiencia literaria. En una medicina. “Es una novedad muy atractiva que te digan que te estás muriendo, y tuve interés en contarlo”, confiesa Vicente. Aquella exposición marcó un antes y un después: “no vendí ni un cuadro”. Coincidió con la quiebra del tiempo: oncólogos, pruebas, Tacs. Escapó unos días a Ámsterdam, donde su amigo Miguel Ibáñez lo hospedó en un invernadero. Y empezó a escribir un poema diario. Hoy es un libro, “La muerte, el amor y la menta” (Bartleby Editores). Hay versos así: “no he conocido un escritor cabal/ que no haya pensado en morirse antes de hora”, “páginas escuetas, veladuras/de un cáncer de pulmón/(el más elegante del catálogo)”.

Mantuvimos varios encuentros antes de la entrevista en su escritorio. En el primero, tras unas cuantas sesiones de quimio, me dijo: “he estado jodidísimo, deseaba no estar en este mundo” o “el sentido de la culpa, el del deber, se han ido a hacer puñetas. He pagado lo suficiente. Me siento liberado. Que excitación me ha producido ir a morirme, un subidón. Había pensado siempre en la muerte de un modo literario y ahora la pienso como un fenómeno accesible”. Nunca había escrito ni pintado tanto. La creación le ofreció un baile, “una verbena estival”, matiza.

Maestro de periodistas, autor de ensayos tan celebrados como “El planeta americano” o “El estilo del mundo”, “Enseres domésticos”, o la magnífica no-novela “No ficción”(Anagrama), poeta y autor de aforismos (acaba de publicar en Anagrama, Tazas de Caldo) y desde hace una década pintor, Verdú ahora compone con la muerte al alcance de las manos. La nombra en casi todas las respuestas, pero también en todas, invariablemente, escapa de la escritura a la pintura.

Su padre quería que fuese un abogado brillante. A los diez años le pedía que describiera un bigote, una pluma, una puerta…y se quedaba sorprendido de tanta precisión. “Mi padre fundamentó mi escritura en las cosas pequeñas, en el mundo de los objetos. Le gustaba Azorín. Aunque los periodistas le parecían lechuguinos y pobretones”. Por eso fue un brillante estudiante de ingeniería sin vocación que se licenció finalmente en Economía y escapó a París: “no quería terminar como inspector de Hacienda”. Estudió Sociología y Periodismo, “soñaba con la idea de tener un DNI donde, en la profesión, pusiera: escritor”.

¿Escribe vestido o con ropa de casa?: “nunca escribo mal vestido”. ¿Ha sentido alguna vez un bloqueo? “He sentido ineptitud. La línea de escritura es una línea muy limpia, igual que cuando no sintonizas bien la radio. Te hace padecer. Cada día me digo: hoy no lo haré bien”. ¿Quién lee sus originales? “Me he quedado sin nadie. Siempre hay un ojo que te dice: ‘no pongas esa metáfora, hombre’, pero yo me he quedado sin él. Han ido muriendo, desapareciendo, desautorizándose…”. ¿Escribe con luz de día? “Es muy importante la luz, y esa sensación gimnástica, la pureza de la recepción de la palabra. Y tener emoción. Si no me siento emocionado, no tengo argumento. La idea nunca ha sido la principal conductora de una página, ha servido para estimular la emoción”.

Crítico pertinaz con la ficción, apela a la realidad, y actualmente ahonda en los finales de trayecto: “Es una solicitud de la circunstancia. Hay momentos en que uno escribe por capricho, por alarde, pero esto era necesario. Sería igual que prescindir de una amante que te devora”. No sublima la escritura, la entiende como un recurso, no como solución. Antes de responder hace largos silencios. Quiere releer a Yourcenar: la pureza, el acierto en cada palabra. Cita a Vallejo y a Salinas. Nunca ha querido parecerse a nadie. “Si no tienes estilo, no tienes alma”. Hablamos del amor y de la muerte. Pero ¿Y la menta? “Es la juventud. Es estimulante y poética. Siempre le he tenido una simpatía a la menta muy grande”.

Publicado en Culturas (La Vanguardia)

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