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La edad de las joyas

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Hay un momento en que las mujeres empiezan a observar las joyas como nunca antes lo habían hecho. Coin­cide sabiamente con la madurez, y resume un estado de ánimo, también la consta­tación de que la felicidad imaginada acabó posándose sobre su dedo anular. Y, aun así, no basta, pues la felicidad siempre ocurre cuando la disfrutas, no cuando la tienes al alcance de la mano y no la puedes tocar.

Las he visto embobadas por el reflejo de una piedra propia o ajena, y mover la muñeca adivinando el clin-clin de las pulseras, que les alivia el peso del día. Algunas se tocan las orejas con frecuencia, temerosas de volver a perder un pendiente. No es dolor ni pena. Tampoco avaricia. Perder una joya apreciada es una derrota. Como si, al extraviarse ese talismán secreto, dimitiera una parte de ti que durante un tiempo se simbiotizaba con aquel anillo que te perfilaba gracias a su costumbre, igual que el color del pelo.

Las joyas encapsulan un amor tocable y accesible. No siempre permanece viva la historia que contienen, porque más allá del mensaje con que las recibiste, aquel anillo de pedida, aquellas cursilonas pulseras apodadas nomeolvides, o unos pendientes comprados en un mercadillo azteca, van contigo a todas partes. A menudo ocurre que el anillo se ha enroscado con tal costumbre en el dedo que, cuando no lo llevas, te sientes extraña. Peor que si hubieras olvidado las gafas. Tu dedo se siente huérfano, incómodo, y hasta que introduces el aro en él no se queda complacido. Las mujeres aprecian muy concretamente las joyas, se hacen halagos, y al tocarlas corren unos segundos de electricidad sobre la piedra azul, el aguamarina o la gota roja del rubí. No importa que sean falsas, o mejor dicho de fantasía, dulce eufemismo del cual Coco Chanel fue su más ferviente defensora, pues aseguraba que las joyas fastuosas eran un signo de que la mujer quería convertirse en objeto del hombre, mientras que consideraba mucho más chic la bisutería. “Lleva más adornos que un árbol de Navidad”, decía, y hoy lo seguimos repitiendo, condenando el mal gusto de lo excesivo.

En los años noventa, escuché en París que la edad para llevar brillantes coincide con el volumen de los bolsillos de una mujer: cuando los puedan comprar. Se sobrentendía que difícilmente sería antes de los cuarenta. Hoy, la generación posmileurista que ha tenido que empeñar sus cuatro alhajas para poder comer barre esa teoría retributiva según la cual a más edad, mayor prosperidad. La crisis ha exigido que muchas poseedoras de joyas terminaran vendiéndolas en un heroico acto de desprendimiento, la estrechez asfixia. Aunque el oro nunca debería ser un valor más estable que los sentimientos que un día revistieron aquella pieza, una vez convertida en el pan de cada día.

Publicado en La Vanguardia

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