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El nombre del cerdo

Ocurría en París, cuando todos empezábamos y las modelos estrenaban cierta notoriedad e incluso tenían nombre y apellido. La manera en que, entonces, los directores de casting, fotógrafos y estilistas hablaban de algunas de ellas resultaba sonrojante: “se ha comido a sí misma”, me dijo acerca de Carré Otis un don nadie que con el tiempo fue convirtiéndose en gran empresario. En verdad, se estrenaba una nueva forma de entender la profesión, pues antes de los noventa, exceptuando a unas pocas –Lisa Fonssagrives, mujer de Irving Penn, o Lee Miller en los cincuenta, Twiggy, Bianca Jagger, Elsa Peretti o nuestra Naty Abascal después–, ejercían de meras perchas humanas. Su misión consistía en dejarse pinchar por modistas severas tipo Coco Chanel, que remataba los trajes sobre ellas, clavándoles los alfileres que sostenía entre los dientes. O bien en desfilar para damas de alcurnia sentadas en sillas belle époque. Con el prêt à porter surgió el formato de la pasarela, entendida como espectáculo y publicidad. La moda era el maná que traía la promesa de investirte de poderes mágicos, y otorgarte una nueva identidad. Acababa la tristeza de la pieza exclusiva para mujeres ricas. Pero el nuevo engranaje precisaba de una urgente recolección de mujeres que pudieran dotar de vida aquellas prendas silenciosas a fin de vender sueños

Mucho se ha idealizado este oficio, mediante el que acceden a la fama unas privilegiadas que, además de belleza y estilo, acumulan buenas lecciones de resiliencia, pero a diario, en París, Milán y Nueva York, Tokio, Barcelona o Nairobi miles de muchachas jóvenes se desplazan de casting en casting para que les digan sí o no. Por supuesto, hay que pagar ese peaje: sobrellevar la frustración a pesar de ser descartadas repetidamente; no solo días, sino meses en blanco. Y a diferencia de los cómicos, por ejemplo, no pueden producirse a ellas mismas porque el engranaje de la moda es caro. Go see se llama al acto de ser escudriñada por unos jueces estéticos que a menudo no se conforman con un “no”. Insultos y vejaciones son comunes en cortes de tiranos que no solo en la moda, también en el cine o los negocios, siguen siendo moneda de cambio. Ahora las redes propagan sus efectos, dejando al descubierto un infantilismo ramplón que sigue ensuciando la convivencia. La base del respeto radica en el autonomía del individuo. Pero unas leyes invisibles marcadas por la dinámica de la competitividad cargan las palabras de odio. ¿Por qué en pleno siglo XXI calificativos como ‘gorda’, ‘negra’ o ‘mal follada’ se cruzan todavía con grosería? Richard Sennett, que escribió acerca de la dignidad del hombre en nuestro mundo de desigualdad, asegura que el respeto es un comportamiento expresivo, abierto a los demás. “Por tanto, no puede ser impuesto por ningún orden o poder sino que ha de negociarse entre los sujetos que luchan por la autoestima y el reconocimiento”. Pero aún estamos bien lejos de aceptarnos.

Publicado en La Vanguardia

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