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La cara B de la soledad

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Existe una soledad buena y una soledad mala, igual que ocurre con el colesterol o el estrés. No obstante, la etiqueta de la propia palabra es más sombría y silenciosa que luminosa y alegre. Los niños temen estar solos y, en cambio, los adolescentes persiguen la soledad como un premio levantando tabiques imaginarios para ensimismarse en su cuarto. Siempre he admirado a las mujeres que van solas al cine, tan ajenas a la intemperie, bien acomodadas en su mismidad y sin necesidad de llevar comparsa ni de recurrir al otro como mero animal de compañía. Por el contrario, muchas personas se sienten solas en una casa llena de gente e incluso en las ciudades ensordecedoras donde tras sus ventanas iluminadas reina un silencio opaco. En la era de la hipercomunicación, se impone el olvido de una soledad real: por ello se interactúa frenéticamente con los demás, a menudo simulando relaciones que en verdad son puro humo.

Sostenía Freud que los humanos estamos atrapados por “las dos grandes necesidades: hambre y amor”. Al principio, a nuestros primitivos antepasados les mantenía vivos el ansia alimenticia, y podríamos decir que hoy también, aunque los ruidos de nuestro estómago vacío no tengan que ver sólo con la nevera sino con la insatisfacción. Ya sabíamos que las personas que no han logrado hacer brotar la chispa y el roce continuado con una pareja mueren antes. También se dice que son más inestables emocionalmente. Desde hace unos años ha empezado a hablarse de la soledad como una epidemia, y ahora el neurocientífico de la Universidad de Chicago John Cacioppo demuestra que puede llegar a aumentar la posibilidad de muerte prematura en un 26%. Malos hábitos, dejadez, alcoholismo, depresión…, la mala soledad no discrimina a nadie por razón de edad o estatus: según el INE, en España existe una cuarta ­parte de hogares unipersonales. Y 368.400 personas de más de 85 años viven solas. La mayoría en terceros o cuartos pisos sin ascensor. Durante un tiempo, me despertaba cada madrugada una anciana solitaria con el sueño corto. Hacia las seis de la mañana salía al balcón a regar las plantas mientras canturreaba melodías marineras. Se las arreglaba bien y encima le ponía empeño y alegría. El día en que se interrumpieron sus canciones mañaneras sentí tanta pena como admiración, pues había sido capaz de habitar una soledad muy bien iluminada.

Y es que el profesor Cacioppo señala otro punto más novedoso que el consabido lado oscuro de la soledad, que consiste en su papel en la evolución a fin de protegernos. “Pensamos que la soledad es un estado aversivo que nos motiva a atender a las conexiones sociales, pero nos ha ayudado a sobrevivir”, mantiene. A pesar de que sean más elevados los riesgos que los beneficios, y del temor social e incluso del desprestigio que representa, la soledad posee una cara confortable que sobrevuela falsos mitos: un territorio donde recogerse y sentirse a merced de las corrientes mansas.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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