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Fórmula TED

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Sólo he visto charlas TED (tecnología, entretenimiento, diseño) en vídeo, pero su ambiente catártico me ha transportado a las arengas de los predicadores de Harlem, donde alguna vez acudí para dejarme asombrar por esos fieles enfervorecidos que le cantan spirituals a su Dios con palmas y blues, y en verdad gozan. En otra ocasión, en las afueras de Salvador de Bahía, no sé cómo conseguí asistir a una ceremonia de candomblé, de esas en las que se sacrifica un gallo y los médiums entran en trance con los ojos en blanco. Cuando el babalao pasó entre los bancos, azuzándonos con su bastón, me entró la risa. Una risa tonta y joven que tuve que tragar a borbotones, aunque exaltaba lo asombroso, y a la vez ridículo, exótico, alocado, que resultaba todo aquello si lo desproveías de su fe.

Fe es una palabra grande en su brevedad. Según la Biblia mueve montañas. Los que la tienen, y no solamente en Dios, parecen más a resguardo. Fe en ellos mismos, o en que lo mejor está por llegar. Fe en los afectos, en la familia, en las vocaciones que despiertan los sentidos. Fe en los libros, en la buena cocina, en el vino, en la belleza de los magnolios y el instinto fiel de los perros; aunque la fe en la humanidad tenga descosidos y el mal se escenifique una y otra vez como eterno compañero de la existencia.

Hay testimonios de asistentes a dichas charlas que aseguran que les han cambiado la vida: por fin han encontrado un camino, o una fórmula que les motiva y les alienta. Acaso probaron antes otras cosas, desde el coaching hasta los chacras…, pero todo acaba cansando. Una de las estrellas de TED es el psicólogo Dan Gilbert, muy seguido estos días porque se ha aventurado a resumir la fórmula de felicidad, eso es: “Sexo, música y conversación”. Dinero, lo justo. Familia y amigos quedan implícitos en la conversación. Y parece que el amor también. La cuestión sería qué ocurre cuando se tiene todo esto y se sufre. Las teorías alrededor de los grandes problemas de la vida suelen pecar de efectismo, nunca son disparates, pero en su generalización se pierde el factor clave: que cualquier huella digital, y por tanto cualquier identidad, es diferente la una de la otra. El vacío existencial es combatido por el instinto de supervivencia: la pulsión de vida. Cuando se señala la infelicidad de un colectivo, de una sociedad, se apunta sobre todo a la insatisfacción. Porque dos planos, el real y el virtual, se superponen cada vez con mayor riesgo. La vida en las pantallas es indolora. Todo parece posible con un clic, desde la amistad en Facebook o la creatividad en Instagram hasta el sexo por app. Pero en la vida real se bajan las persianas antes de apagar la pantalla, porque a pesar de la ola de calor no siempre hay aire acondicionado.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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