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La excepción

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Hay realidades que preferimos compadecer sin verlas, o mejor dicho, sin pensarlas. “Mira, una chabola”, decimos a pie de autovía, cuando avistamos una caja de yeso y latón con cartel: “aquí vive gente”. ¡Zas! Sólo ha sido un fogonazo, y raudos ahuyentamos la imagen de esa miseria carcomida que hasta tiene que alertar de que aquel tugurio está habitado. Cuando a la pobreza extrema le sumamos la explotación sexual, el maltrato o el abandono, el resultado es prácticamente imposible de digerir en una sociedad que bracea tratando de atisbar vías de regeneración. En la que ser político significa recibir un sueldo bajo, pero también viajar en business a diestro y siniestro; una sociedad en la que la desigualdad dilata su brecha mientras la debilitada clase media no renuncia a decorar su vida con un poco de jazz y un gin-tonic. ¿Cómo contemplar desde la política-sofá las dramáticas realidades que habitan el mismo mundo que nosotros?

Hoy me refiero a ese algo menos del 1% de los abortos practicados en España a los que chicas menores de edad se enfrentaron solas. Porque el resto, 9 de cada 10 según los datos de la Asociación de Clínicas Acreditadas para la Interrupción del Embarazo, (Acai), lo hacen acompañadas por sus padres, biológicos o legales. Sólo un dato más: confrontemos los 913 embarazos interrumpidos por menores recogidos en dicho estudio (realizado entre enero y septiembre de este año) con los casi 34.000 de jóvenes menores de 20 años en Reino Unido el pasado 2013. Es poco probable que pensara en ellas el PP cuando, en bloque, se se encendió contra esta medida que contempla la llamada Ley Aído -y que aún aguarda su modificación, por mucho que el proyecto de reforma de Gallardón y él mismo fuesen retirados-. En esos casos contados, excepcionales, porque la moral acartonada nunca contempla la excepcionalidad, ni por abajo ni por arriba. Muchachas que viven muy lejos de casa: algunas llegaron a España en busca de un futuro, y, sin haber alcanzado la mayoría de edad, se quedaron embarazadas. También hay chicas cuyos padres las abandonaron o están muertos, o en la cárcel, y sobreviven como pueden, pero sobre todo están solas. Esa es la excepción. Desde la política-sofá es más fácil hacer demagogia, sostener que promueve el desarraigo y rompe el vínculo de la hija con los padres, que alienta a la desestructuración familiar.

Lo mejor que podría hacer el Gobierno es dejar de toquetear la ley por pura ideología, no jugar más con el complejo asunto del aborto después de tanta confusión infértil y tantas amenazas a mujeres y médicos hasta que la respuesta de una sociedad más madura que sus propias intenciones, los obligó a rectificar en nombre del sentido común. Detrás de una cifra hay seres humanos: dejen en paz a ese 0,84% de muchachas que a su lado no tienen una madre o un padre para guarecerlas.

La Vanguardia

Publicado en Artículos

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