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La hora fantasma

cruz

Me imaginaba a un señor en lo alto de un campanario, que, en lugar de cantar las campanadas como se hace en Fin de Año, hacía girar la ruedecilla para adelantar el reloj una hora. El señor era un mandado, por lo que mi rabia infantil no se dirigía hacia él, sino contra la mano negra que había decidido que España, psicológicamente, estuviera más cerca de la relojería de Alemania que de las islas Canarias. Así las cosas, había momentos en los que creía entrar en una ficción: en la vida de los españoles eran las tres, pero en mi fuero íntimo y secreto, continuaban siendo las dos. De esta forma, podía levantarme una hora antes y acostarme una hora más tarde que el resto. Hasta que, teatralmente, acababa cediendo y seguía como un peón el horario impuesto, siempre apurando el minuto a fin de que cupieran más cosas en él, como una maleta a punto de estallar que para cerrarla tienes que sentarte encima de ella.

Algo había de cierto en todo ello, aunque no lo sabría hasta mucho después: Franco se empeñó en cenar a la misma hora que Hitler, y por ello, parando la cuerda de la neutralidad, colocó las agujas de los relojes nacionales en la sintonía que el Reich había impuesto en todos los territorios ocupados (GMT+1:00). Hasta entonces, España se adaptaba a los husos horarios del meridiano de Greenwich -que le corresponde, como al vecino Portugal, por su situación geográfica-. Y aunque según argumenten sus abanderados se ahorre mucha energía, hay algo antinatural en ello, como si se le practicara un lifting al minutero. Hacer y deshacer, adelantar y retrasar, y sobre todo creer que ganamos la partida al tiempo cuando en verdad prosperamos en el caos horario. Aunque varias asociaciones -como la que ya hemos citado en otras ocasiones, la Comisión Nacional de Racionalización de los Horarios Españoles- peleen para que el Gobierno cambie esa medida (al igual que otras de las que tomó el Caudillo), seguimos viviendo una hora fantasma dos veces al año. La gente que se escucha por dentro siente una descompensación entre sus ritmos circadianos y su agenda. Y los niños, en su llantina al desperezarse obligados, nos cuestionan sobre la fuerza de la costumbre de ese amanecer oscuro que veinticuatro horas antes refulgía prometedor. Combatiremos en nuestra batalla contra el tiempo combinando horarios de infarto en un país en el que hay que salir tarde de la oficina para ganarse el respeto. Correremos, un café tras otro, aunque ya estemos bastante nerviosos. Y recordaremos lo que decía Kierkegaard: “La ansiedad es el vértigo de la libertad”, para perdonarnos y reconocer que necesitamos del estrés para alimentar la imaginación. Como si dentro del reloj siguiera viviendo un señor mandado.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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