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Visitando a madame L’Oréal

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El caso Bettencourt resucita. Entre la élite más refinada, la de paredes con Picasso, Van Gogh y De Chirico, bolsos Kelly y fulares estampados a mano, la anciana multimillonaria recibía por las tardes a tomar el té a sus ilustres invitados, pero acababa extendiendo cheques y ordenando movimientos en sus cuentas suizas. El viernes, la justicia imputó a Nicolas Sarkozy por abuso de debilidad de la dueña del grupo L’Oréal para obtener financiación para su partido. Pero -así es la ley, así es la vida- la acusación no radica en la financiación ilegal, que ya ha prescrito, sino en el aprovechamiento de la vulnerabilidad de una nonagenaria aquejada de una crisis de confianza entre su círculo más estrecho, y por una enfermedad neurológica degenerativa.

La escena en los juzgados no tiene desperdicio: el expresidente de la República fue obligado a un careo con cuatro miembros del servicio de madame Bettencourt. Las cintas que conservaba el sagaz mayordomo que, mientras servía las tartalettes de chocolate de Ladurée, grababa las conversaciones, demostraron que Sarkozy no acudió una sola vez durante la campaña que lo llevó al Elíseo, sino que presuntamente era un visitante asiduo.

El caso que ahora lo persigue se destapó cuando la primogénita de Lilliane acusó al amigo de su madre, François-Marie Banier, de extraviarle la voluntad y el patrimonio. “Yo no vivo desconfiando. Y regalo cosas a mis amigos, es mi elección”, aseguró la hija del panadero que inventó el primer tinte de pelo -nacido l’Auréale-. Lilliane se ha caracterizado por esa melancolía que siempre tiñe el rictus de las herederas, permeable ante un fotógrafo demi-mondain, listo, simpático y amigo de Paul Morand o Dalí. Tras retratar a Lilliane saltó la chispa: “Me hace reír”, confesó ella. 25 años no es nada, otra historia de joven homosexual abducido por una anciana poderosa, ¿o fue al revés?

Tiene cierta tradición el amor mitómano de homosexuales más jóvenes que ellas, grandes damas: Elizabeth Taylor, Sara Montiel, Gina Lollobrigida… En La vie matérielle, Marguerite Duras escribía: “Me ha ocurrido esta historia a los sesenta y cinco años con Y. A., homosexual. Es sin duda lo más inesperado de esta última parte de mi vida, lo más terrorífico, lo más importante”. Entre ambos, 40 años de diferencia. Yann Andréa, su amante, marcó su etapa más biográfica, que los críticos denominaron “el ciclo Yann Andréa”. Cuando Duras murió, él engordó veinte kilos.

A la admiración y el aprovechamiento a menudo los separa una delgada y ambigua frontera. Dicen, es un intercambio. Y lo más espectacular en la autoexculpación del ladrón de ancianas es que en verdad cree que lo esencial no es el dinero ni los privilegios que arranca, sino el hálito de vida que insufla. Qué penoso asunto el de las amistades interesadas que vulneran el acuerdo moral que debería de existir entre fuertes y débiles, jóvenes y ancianos.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

Un comentario

  1. Martín Martín

    Como siempre una maravilla. Un beso.

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