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Los ricos también ríen

Liz Taylor

A los ricos de verdad siempre les ha gustado pasear un perfil discreto. Mostrar su querencia por los gustos sencillos, aunque debajo del abrigo escondan un forro de visón. Son esos personajes que la ficción se ha ocupado de reflejar cómo pueden permitirse disfrazarse un día con harapos para sentir la adrenalina que les produce un aparente extravío, y también para poner a prueba al prójimo. Nada tienen que ver con los millonarios ostentosos, los que antes que ser necesitan parecer, y que creen que el estatus hay que demostrarlo con distintivos que vistan su identidad borrosa y produzcan una admiración, obscena, pero admiración al fin y al cabo. De la misma forma que ser espléndido no es lo mismo que ser generoso, tener una gran fortuna no siempre equivale a tener buen gusto, ni a convertir la exquisitez en dogma de vida.

Ahí está Carlos Slim, el hombre más rico del mundo, según la lista anual que Forbes acaba de publicar, que vive en un adosado con las paredes desconchadas y las marcas de las obras de arte que ha cedido a los museos, según cuentan quienes han estado en su casa. Y que sirve a sus invitados bizcochos de sus restaurantes Sanborns con plásticos en lugar de plata. Poco se puede añadir de la anónima normalidad ya casi legendaria de Amancio Ortega, el tercer millonario del top ten de fortunas actuales, con su eterna camisa Oxford y sus zapatos Castellanos, cuya mayor excentricidad conocida es la de reventar el motor de su Porsche. También figura el austero Li Ka-Shing, presidente del Holding Cheung Kong, conocido por los suyos como Superman por haber construido su emporio con sudor y sin bachillerato. Y por lucir un rudimentario reloj Seiko del cual nunca se separa. Algunos incluso se permiten ser románticos, como Warren Buffett, el oráculo de Obama, que pasó días sin comer por amor a su ex mujer. Cierto es que los filántropos concienciados como Bill Gates viven en casas que aprovechan la temperatura de la tierra, aunque haga frío. Gestos austeros que Gates combina con caprichos como exponer el Codex Leicester, un cuaderno de Leonardo Da Vinci, en su mansión.

“Los negocios son mi forma de hacer arte”, manifestó Donald Trump. Puede que tuviera razón, porque de esta lista de especies protegidas lo reseñable no son las excentricidades de hastiados hombres de costumbres caras, sino el hecho de que, mientras los pobres son cada vez más pobres, las máximas fortunas del mundo han crecido 800 billones de dólares en el último año. En plena debacle de la clase media, los mercados de valores están de nuevo en auge, y el estatus de millonario alcanza techos tan inalcanzables que ni una mala camisa ni unos zapatos polvorientos pueden disimular.

(La Vanguardia)

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