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Vértigo

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A pesar de cumplir años, del tabaco o de las pérdidas de la empresa, el ser humano está programado para confiar en el futuro. Cómo va a obsesionarse con los surcos nasogenianos, el cáncer de pulmón o el despido a la alemana cuando se descalza las zapatillas y respira la intimidad del cuarto mientras la noche sólo es un cuadro en la ventana. La vida es un saco de rutinas, incluso la de quienes habitan a la intemperie. A fuerza de costumbre, moldeamos nuestros días abrazando un liberador sentimiento de eficacia. Nos acomodamos a lo que tenemos sin permitirnos las aristas de la disidencia.

“¿Qué más queremos? -decimos-. La felicidad completa no existe”, aunque percibamos un aire enrarecido por debajo la puerta. Da igual la trascendencia de nuestros logros, desde afinar un piano hasta suturar un tórax, lo importante es convencerse de que al final de la jornada uno se ha ganado el sueldo, asumiendo estoicamente que valemos lo que hacemos, a sabiendas de que hoy son casi seis millones los españoles desprovistos de identidad laboral. ¿Qué tipo de sociedad se puede permitir tanta exclusión cronificada hasta congelar el aliento?

Las carencias personales con frecuencia se enmascaran cuando parece que el trabajo es la vida. Todo es urgente. Prioritario. El tiempo de los afectos se acumula los fines de semana, pero incluso los domingos por la tarde, espesados de indolencia, parecen añorar los teléfonos del lunes. Pocos mandatos humanos son tan incontestables como los de ocuparse y fortalecer los afectos, y de hecho en circunstancias adversas los unos acaban supliendo a los otros. Ante la desaparición de un ser querido, los humanos se abocan a la acción para escapar del abatimiento, mientras que ante la pérdida del trabajo se cobijan entre los suyos. “Los suyos”, “los míos”, asentimos, remarcando ilusoriamente el sentido de pertenencia, de igual forma que decimos “mi trabajo”, pues en verdad nos hacen creer que es nuestro hasta que un jefe decide expropiar al empleado de su actividad y, a ser posible, jibarizarlo.

En cambio, casi nunca decimos mi propio yo. “Uno sólo es lo que puede ser cuando está solo, despedido o expulsado. El único momento en que puede verse y decir: esto es lo que hay, esto es lo que soy. El cargo es un espejismo social. Una trampa”, asegura mi amigo Basilio. Cierto es que el cargo acostumbra a ser un paracaídas que nunca se abre, de igual forma que la tarjeta de visita es un placebo.

Después de un despido, con el lápiz de la mente se marca un paréntesis (pensar en signos procura un efecto calmante) a fin de escuchar los propios yos. El yo doliente conduce a la cueva hasta convertirse en miniatura, pero el yo confiado combate a base de cafés el efecto paralizador. Y exalta la belleza de la incertidumbre, descerrajada ya la puerta, sin blindajes ni bisagras, cantando como Sinatra que lo bueno está por venir.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

4 comentarios

  1. ¡Viva la madre que te parió! Esa si que es una bisagra de las fundamentales. El resto va y viene con el viento que hace girar este mundo que da una y otra vuelta colocando y descolocando las personas y las cosas.
    ¡Tu, si que vales!

  2. El Fary El Fary

    José López

    José López Martí, con su pequeño bolso de viaje en la mano, ha subido al autobús que rueda hacia la Estación de Ferrocarril. En el equipaje, José López lleva dos aderezos para mudarse, dos pañuelos, un par de calcetines negros, recado de afeitado, una pastilla de jabón sin olores, un peine, un pijama, una botella de agua y un libro, titulado «Tratado de las sensaciones», de Condillac. En sus solapas aparece escrito: «Etienne Bonnot de Condillac nació en 1715 y murió en 1780».
    José López ha llegado a la Estación de Ferrocarril, se ha acercado a la ventanilla y ha comprado un billete de primera clase para Madrid. Luego ha montado en su tren, que sale a las tres y arriba a las nueve. Es un tren moderno y confortable, que se desliza suave, mientras se balancea de uno a otro lado. En el vagón apenas hay doce personas; todas, aisladas, viajan en silencio. José López ha elegido su butaca y se ha sentado sin compañía; sobre el sillón de su derecha ha colocado su equipaje. Durante unos minutos, el hombre ha mirado el paisaje caldeado por el sol de la tarde.
    José López nunca lee periódicos ni revistas. Opina que representan la actualidad, y piensa que la actualidad no es la historia, sino las pasiones, la moda, el entretenimiento, el falso valor, los idolillos de la plazuela. Mantiene, por ejemplo, que la actualidad de 1606 era, sin duda, el nombramiento de un arzobispo, y no Cervantes. Empero, aquel arzobispo no era la historia, y Cervantes, sí. Sostiene que el contenido histórico de los hechos, es decir, los acontecimientos, no aparecen reflejados en la actualidad. La actualidad son las actrices del cinema, las coimas importantes, los políticos, las modalidades y cuanto es trivialidad y fruslería. Él se recrea en imaginar que la Historia puede anidar en las meditaciones de un zapatero remendón de Chinchilla, y sabe que el tal zapatero no es la actualidad ni lo será jamás. En resumen: José López no lee periódicos porque rehúsa vivir «sub specie instantis».
    La actualidad nos enajena, entretiene, aturde, disipa y aparta de nuestra calidad de criaturas históricas ―considera José López―. Para enfrentarse a ella, no basta dejar de leer periódicos, porque aquel demonio nos envuelve, filtrándose en nuestro ser, hasta convertirlo en simple resultado; en suma: en baladí. La actualidad acecha para arrancarnos de la historia, sacarnos de nosotros y arrastrarnos hacia su Infierno, donde todo es nadería y sucedáneo. Pretende separarnos de los brazos de la Naturaleza, del pensamiento, de la tragedia y del dolor.
    José López entiende que la lucha contra nuestra actualidad debe encarnarse en guerra contra la adquisición desmedida de mercancías, y cree que este principio puede ser fundamento ético de un Humanismo moderno. Es inmoral gastar sin necesidad, y sólo hay necesidad cuando la exigencia resulta natural, no social ―dice él―. O, expresado de otra manera: consumir como felicidad es el postulado más satánico que cabe proponer. En una sociedad adquisitiva, todo bien tiene precio, y nada, dignidad. Como Manuel Kant, José López llama dignidad a la condición de lo que no puede ser sustituido, y que, por tanto, carece de equivalente y precio, como la Naturaleza y el Arte. Una comunidad que tenga por fin la apropiación de objetos ―afirma José López― renuncia de antemano a cuanto posee dignidad; en una palabra: rebaja arbitrariamente al hombre, comenzando por no exigirle nada.

    Miguel ESPINOSA

  3. nat nat

    No podia ilustrarse mejor el articulo que con la imagen de charlotte en “Lost in translation”.

  4. Martín Guevara Martín Guevara

    Joana, como siempre mi admiración, el placer de leer tus cosas y la ilusión de estar conectados al margen de la cronología, como si te leyese mientras escribes.

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