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Desde mi rincón

Los rincones. Cada vez los advierto con más relieve, con más profundidad, con más conciencia. Esos lugares en los que a menudo nos recogemos o nos recogen y que hacemos nuestros porque a fuerza de costumbre acaban siendo respetados por los otros. «El rincón es el casillero del ser», escribía Rilke. No se puede decir de forma más precisa. Admiramos la inmensidad, pero para descansar, leer o amar acabamos replegados en el hueco de la habitación. Los niños son especialistas en hallar y defender rincones. En el parque o en la casa, van arrastrando sus pertenencias hasta allí, donde construyen su cabaña imaginaria. En los recovecos de su habitación esconden aquello que consideran valioso y que los ayuda a explicarse. De mayores, cuando vemos por primera vez una casa vacía, los ojos se nos van hasta el rincón donde nos imaginamos que podremos ser nosotros mismos, incluso que podremos ser felices. Los colonizamos como si en ellos figurara un cartel con nuestro nombre o estuvieran cercados por un cordón imaginario, y en ellos depositamos la ilusión de una intimidad que a menudo es costosa. Hay mucha fantasía de sosiego en la idea de un rincón. También de soledad, tanto la impuesta como elegida. «Llorar por los rincones», dice el acervo popular, como si fueran los únicos lugares donde se puede disponer de una libertad no vigilada. En internet, los hay para todos los gustos: el rincón del rock, el del poeta, el parado, el conductor, el navegante o el rincón del pasodoble, eso sí, presentados como grandes portales en las antípodas de lo menudo y recóndito.

Gaston Bachelard, uno de los primeros filósofos modernos franceses, que enseñaba ciencia en la Sorbona y acabó dedicado a la poética del espacio, sabía mucho acerca de las inmensidades íntimas. Este sabio dejó escrito que el rincón nos asegura un primer valor del ser: la inmovilidad. Días atrás, en agosto, observé con gran atención un ángulo de la casa donde veraneamos con dos objetos que a pesar de su inmovilidad giraban sobre su propio eje sin ir a ninguna parte: el ventilador y la mecedora. En su movimiento, aparentemente absurdo, se concentra el misterio de la repetición. Qué levedad tan absoluta la de una silla que está en contacto con el suelo en tan sólo dos puntos. No avanzas, pero te proyectas en su balanceo. En cuanto al ventilador, sus aspas procuran un soplo de aire tan constante como cansino, y en la humildad de su mecanismo se encierra el misterio de una secuencia eterna. Parecen, son, objetos de otro tiempo que sin embargo sobreviven a la sofisticación de las cosas, por ello su presencia puede ser tan anodina como intrigante. Lo mismo que los rincones. En ninguna comunidad autónoma falta un restaurante llamado El Rincón: el castellano, el extremeño, el gallego, asturiano, el racó català. Y hablando con la gente voy percibiendo con qué esmero unos y otros se repliegan en su guarida, aspirando y a la vez conformándose con mantener su esquina en el mundo.

Pero, ay de los lacerantes rincones, los que ocupan quienes hace años agitaban debates y banderas y que hoy permanecen en la mecedora del olvido bajo un suave ventilador. Quizá en verdad se trate de un problema personal el hecho de que se sientan arrinconados, pero cierto es que una ciencia secundaria llamada economía ha desplazado su saber y sus realidades no visibles. Cuanto más trascendemos la territorialidad, más se acentúa la urgencia de buscar morada interior y de pertrecharse en un ángulo de la historia. Empieza un nuevo curso en el que mucha gente buscará casilla para su ser. Y a medida que atendemos a los gurús del dinero y sus predicciones catastróficas, sentiremos mayor placer refugiados en nuestro recodo, madriguera, escondrijo, guarida, sin dejar de bracear para que no nos arrinconen.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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