Saltar al contenido →

Microcosmos

Vivimos rodeados de objetos personales, decimos, adjetivación que sublima el sentido de propiedad de ese catálogo de pequeñeces que llevamos a cuestas. Algunos se hacen tan imprescindibles que a veces no bastan los bolsillos, e incluso para moverse dentro de casa haría falta un bolso. Las gafas, los kleenex, el teléfono, el iPod, la crema de cacao, los cigarrillos o los parches de nicotina conforman una muestra de aquello cuya falta produce ansia cuando su portador logra sentarse en el sofá. A pesar de las recomendaciones sobre la simplificación de la vida y del reactivo más es menos, el ser humano se aviene mal a separarse de aquello que tanta compañía le hace y que se ha instalado en su vida como una costumbre. Aunque sean perecederos, reemplazables y cambiantes, la humanidad siempre se ha provisto de pequeños enseres que le identifican y que le dispensan gratificaciones más allá de su uso. No es infrecuente que un plus de pensamiento mágico les atribuya propiedades sobrenaturales relacionadas con la superstición o la suerte. Además del llamado valor sentimental. Contemplar los cuadernos de Rimbaud, el vestido blanco de Emily Dickinson o las caracolas de Rembrandt es una suerte de extraño voyeurismo, entre la curiosidad y el morbo. Objetos de desván, antiguallas depositadas en vitrinas, cuidadosamente alineadas como restos del naufragio, cuya misión consiste en aportar más luz sobre la identidad de quien en verdad habitaba al mito.

En el cine hay dos secuencias universales relacionadas con estos pequeños objetos personales: la mano que barre con un movimiento brusco todo lo que hay encima de una mesa (o tocador) estrellándolo contra el suelo, y el funcionario de prisiones que deposita sobre el mostrador todo lo que le ha sido requisado al preso, como le sucede al temible y repeinado Robert De Niro de El cabo del miedo. Ambas producen desazón y nostalgia, igual que la imagen mental que tenemos de las oficinas de objetos perdidos: una especie de tanatorio muchos de cuyos habitantes perderán definitivamente el alma. Algunos inventos de uso cotidiano se presentan, gracias al marketing que los ha provisto de leyenda, como piezas carismáticas que poseen una gran carga expresiva. Casi todos tienen una historia detrás, un origen a veces accidental; otras fruto de la tenacidad y del ingenio, como señala Juli Capella en su recomendable libro Así nacen las cosas (Electa), un recorrido por los inventos que han facilitado la vida y han contribuido al progreso.

Recuerdo un caso relacionado con los post-it. Hace bastantes años, en una de las redacciones que pisé, llegó una orden de reducir costes que incluía prescindir de ellos. Nos sugerían, como alternativa, utilizar papel reciclado y un clip para señalar la página. El asunto provocó una gran hilaridad. Uno de los últimos inventos del siglo XX, práctico y optimista, era censurado: «El matrimonio feliz entre el papel y el pegamento» como lo define Capella. La medida duró poco tiempo porque se demostró la ridiculez de su delgado coste y consumo, y pudimos continuar utilizando de ese humilde invento que se le ocurrió a un empleado de la multinacional 3M, aburrido de perder las señales que hacía en la Biblia cuando iba a misa. Imposible vivir sin máquina de afeitar, bolígrafo o gafas y en su lugar regresar a las pinzas que arrancaban los pelos de la barba uno a uno, a las plumas de pavo para escribir o a una vida condenada literalmente a la miopía. Hoy, la tecnología ocupa la centralidad de lo cotidiano: objetos que además son puentes con el mundo, contenedores cuya personalización radica en el contenido. Porque la extensión del yo corporal que significan nuestros objetos personales no sólo depende del grado de apego ni del valor material o sentimental, sino del modo en que han revolucionado nuestras rutinas.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

2 comentarios

  1. santi santi

    Un article molt bonic i que dona gust de llegir-lo!

  2. Regina Regina

    Molt bonic l’article.

    La pena de las nuevas tecnologías es que englobándolo todo empequeñecen las pequeñas cosas. Post-its, calculadoras, hasta espejos y linternas. Y con la empequeñación, se empequeñece también la ilusión de encontrátelas cuando menos te lo esperas.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *