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La fama salvaje

Una nueva biografía de Modigliani, escrita por Meryle Secrest, se ocupa de revisar el mito de este artista bohemio, mujeriego, drogadicto y con una colección de hijos ilegítimos que murió en la soledad de su buhardilla habiendo conseguido una sola exposición individual. Según la autora, ese hombre de ojos rasgados y porte aristocrático guardaba un secreto: su enfermedad. En aquella época, asegura Secrest, la tuberculosis se asociaba a la ropa de cama sucia y a la miseria, y como el sida, estigmatizaba a sus portadores. En el caso del pintor, que parecía encarnar los atributos del moderno artista autodestructivo, el consumo de alcohol y drogas le ayudaba a seguir funcionando y, lejos de representar la transgresión, consistía, más que en una forma de expandir su conciencia, en una prótesis para enmascarar su debilidad.

Hasta bien entrado el siglo XX, la influencia del alcohol en la literatura y en el arte fue determinante, y aún podemos escuchar el chasquido del hielo contra el cristal en los dry martinis de la llamada generación perdida. Contra las oleadas puritanas, Faulkner, Fitzgerald o Hemingway crearon a través de sus vidas y sus personajes una estrecha comunión entre libertad y alcohol, casi un rasgo de estilo que acabó matándolos. Desde diferentes perspectivas se viene estudiando la relación entre la creación y las pasiones desatadas. Un ensayo publicado por la revista de la Drexel University de Filadelfia ahonda en la noción de genialidad vista desde la neurociencia, o mejor dicho, desde la neuroteología, una asombrosa rama de la ciencia que trata de explicar científicamente las experiencias espirituales de genios como Poe, Flaubert, Chopin o Silvia Plath. El estudio expone que todos ellos sufrieron problemas neurológicos más o menos acusados para concluir que, aunque no siempre se manifieste, «la verdadera genialidad requiere la pérdida del control».

Hace unos días asistí al que, antes de empezar, ya fue denominado «un desfile histórico». La última colección de John Galliano para Dior tras quince exitosos años en los que no escatimó penosos comportamientos de enfant terrible ni una exuberante creatividad que permitió a la marca ingresar importantes dividendos. Toda la prensa coincidió: aplausos y lágrimas. Tristeza e indignación. Ahí estaba la ropa arrebatada a su autor por su fatal borrachera con delirios antisemitas. El champán se asocia a la moda. También el vodka. McQueen —que se suicidó el año pasado— reivindicaba en sus primeros años de éxito el derecho a ponerse. Y sin hipocresías, añadía. Desde las burbujeantes copas —ahora con rosé— del restaurante parisino L’Avenue hasta los vasitos de vodka que acompañan a la patata con caviar del tan branché caviar caspio, el alcohol siempre ha estado a la sombra de los focos, y tanto en el cine como en la moda así lo han atestiguado quienes cayeron en las redes de los atenuantes. Desde la morfina de Coco Chanel a la heroína de Saint Laurent.

La presión de tener que ser genial cada seis meses, parecida al mandato social de triunfar con un nuevo libro —a menudo tanto esfuerzo reducido a pocos ejemplares en cuatro librerías— o con una nueva exposición de ventas exiguas, se incluye en el precio de la fama. Pero los fantasmas de la inseguridad —miedo al fracaso, imposibilidad de superarse a sí mismo— suelen acallarse. Hoy, la fama supone uno de los valores más idealizados, aunque los clásicos ya advirtieran de su peligrosidad. «Me desperté una mañana y me encontré famoso», escribió Lord Byron. Lo peor vino luego, exiliado de sí mismo, reconfortado por la única criatura capaz de comprenderle: Boatswain, su perro.

La Vanguardia

Publicado en Artículos

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