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Los días felices

El fotógrafo Jacques-Henri Lartigue confesaba que, desde pequeño, padecía una especie de enfermedad: «Todas las cosas que me maravillan se van sin poderlas guardar lo suficiente en la memoria». A los siete años, su padre le regaló una cámara con trípode. De ahí su precoz iniciación en la fotografía, y su voracidad por capturar aquello que no quería olvidar. A pesar de que la imagen, una vez revelada en el cuarto oscuro, construyera un nuevo relato sin el pálpito ni el sudor ni los silencios irrepetibles, las fotos contribuían de modo impecable a su propósito. Materializar al menos la forma del recuerdo, aunque luego se llenara de otras miradas que reconstruirían el pasado casi nunca de forma literal, sino producto de la caprichosa memoria.

Atrapado activamente en la vida, Lartigue se convirtió en fotógrafo de los días felices. Convenía en poseer una aptitud especial por la felicidad: «Nací feliz, eso ayuda, ¿no?». Paseos con postal nevada en el Bois de Boulogne, carreras de coches, campesinas de la Auvernia, perros y mujeres bellas saltando en la playa, rostros que le cautivaban, alta sociedad, pero también estancias atravesadas por un rayo de sol reproduciendo ese instante en que todo parece posible. Lartigue tuvo una larga vida, murió con noventa y dos años dejando una vasta obra cosida con fragmentos de su vida.

El significado de fotografiar no es otro que el de escribir o dibujar con la luz. Contar algo, siempre a merced de la iluminación que logra mudar la realidad a lo largo del día. De la luz lechosa del amanecer al sombrío capote de la noche cerrada. «No mirar desde el lugar habitual», reza uno de los consejos de destacados profesionales de la fotografía que reunimos en este número, tan habituados a estar al otro lado de la imagen. «Te permite reencontrarte con ese momento irrepetible que la genera, y eso es lo que crea el mito», razona Daniel Riera, uno de los protagonistas del reportaje. Hoy nos hemos habituado a fotografiarlo casi todo, incluso antes de vivirlo. Con la tecnología de bolsillo, que ha sustituido a la navaja multiusos de antaño, la gente se ha convertido en coleccionista de imágenes. Snapshots, bocados de realidad, fetichismo estético. También constituye una forma de dar fe de lo vivido, un diarismo visual que goza de multitud de adeptos. No hay una narración sin captura de imágenes, sin la visión de sus contornos.

En la última novela de Auster, Sunset Park, su protagonista colecciona fotos de pisos abandonados. Estancias de las que han sido desahuciados sus habitantes, la mayoría obligados a salir en estampida con el horno aún caliente. Encuentra de todo: casas reventadas, paredes grafiteadas… pero con el aire espeso de la cotidianidad encerrado aún en la cocina. La afición por congelar el paso del tiempo nunca había sido tan tenaz como hoy. Padres que fotografían a su hija cada día de su vida, durante diez años, como el de Natalie Starting, en cuyo vídeo en la red —un minuto y veinticinco segundos— Natalie pasa de ser un bebé a convertirse en una niña. Cazadores de amaneceres, de noches de sábado, de ventanas, de huellas. La generación digital lleva el álbum de fotos de su vida a cuestas, en una tarjeta micro-SIM. Puede que esta tendencia conserve parte del espíritu de Lartigue, no querer olvidar todo aquello que le maravillaba. Pero más allá de la férrea voluntad de recordar también hay un deseo vencido, dejar estampada la firma, la urgencia de ser visibles.

Publicado en Mi Smythson

Un comentario

  1. La urgencia de demostrarse a sí mismos que están vivos. A lo mejor, si no se vieran en una foto no se lo creerían

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