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La tercera juventud

Todo el mundo quiere ser útil. Que su existencia no sea vana y al menos sirva para alimentar a un niño, cuidar a un perro o cultivar tomates a fin de que la maquinaria de la vida no se detenga. Ser o no ser productivo, esa es la cuestión. En la letanía cotidiana, tan sólo se hallan humildes razones que dotan de sentido a una existencia, las mismas que en los tumultos del insomnio tienden a difuminarse. La realidad ha acabado demostrando que una vida con sentido ya no es aquella asegurada por derechos hasta hace poco considerados básicos y que hoy resultan excepcionales, en especial los relativos a un trabajo estable.

Además de la urgencia económica, de la delgada línea que separa la precariedad de la dignidad, existe la vertiente psicológica. Trabajar mantiene los sentidos despiertos y las habilidades entrenadas, pero sobre todo estructura la mente y la aleja de las quimeras existenciales. Un día en blanco, sin otra voz que el eco cansino del televisor, es una especie de cautiverio. O una vejez terminal. Pero la mayor parte de la gente mayor que me rodea nada tiene que ver con la expropiación de la actividad. Personas curtidas, lúcidas y dinámicas que siguen en activo ejerciendo de abuelos (el Imserso calcula que el 70% de nuestros mayores se ocupa de sus nietos). Nunca habíamos contado con tan preciado capital humano para delegar el cuidado de los hijos; hombres y mujeres cuya esperanza de vida sobrepasa los 80 y que, lejos de manifestar cansancio, organizan bailes, excursiones y clases de yoga superando la agenda de cualquier cuarentón.

Jubilados o no, los abuelos del siglo XXI avanzan por las ciudades con zapatillas deportivas y teléfonos móviles. Lejos de holgazanear o desvariar, se han convertido en asistentes personales de hijos y nietos por los que son capaces de dejarlo todo y volar hasta la parada del autobús. Cuando ahora se contabiliza el futuro en esperanza de vida, pensiones y porcentajes, los números no dejan asomar sus rostros. No estamos hablando de ancianos sino de viejos jóvenes, de aquellos que fueron los niños de la posguerra, en su gran parte gente emprendedora, permeable a los cambios y a las múltiples transiciones. De muchos de ellos depende la gestión de los afectos y el disfraz de carnaval. También el cumplimiento de unas cuantas tradiciones que nos adentran en ese colchón mullido, a pesar de su quejumbroso somier, que es la familia. Su perspectiva social no debería ser glosada tan sólo en términos económicos. Porque su aportación humana es altamente reparadora, sobre todo cuando la experiencia es mucho más que un grado: el bálsamo necesario para modular el fracaso y abrazar la incertidumbre. Veamos si no cómo ha sido la mayor parte de sus vidas, las de nuestros padres, de nuestros abuelos, para entender que la vida sin plazos fijos es un asunto estimulante.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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