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El gris de cada día

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Hay una frase recurrente entre los entrevistados cuando se les pregunta por su carácter: “Yo soy de blancos o negros, no de grises”, dicen los unos. O todo lo contrario: “No soy de blanco o negro, me muevo en una gama de grises”. La primera respuesta define a quienes están convencidos de que dudar equivale a perder el tiempo, y por ello hacen gala de su capacidad resolutiva. La segunda corresponde a los que nadan en la indefinición, prefieren las zonas intermedias y evitan los adverbios nunca o jamás. El gris es el color urbano por excelencia. Asfalto, piedra y metal. Viste el hábito de los monjes franciscanos y monjas albertinas, además de todo tipo de uniformes. Ha sido explorado por grandes artistas, desde William Turner hasta Agnes Martin –que abrazaba la sutilidad del arco iris que va del negro al blanco– o James Howell, que vivía en un loft del Village neoyorquino completamente gris, gato incluido. El escritor y columnista Kyle Chayka asegura que “el gris es lo más cercano al ideal platónico del color que es posible conseguir: la sombra, la luz difusa de un cielo nublado. Es una máscara genérica para la naturaleza decididamente antigenérica del objeto”.

Recordemos también la imagen del armario de Mark Zuckerberg: todas las prendas son grises: antracita, perla, marengo, acaso deviene un respiro visual respecto a la luz del plasma. Los gurús de Palo Alto se caracterizan por vestir igual que estudiantes: no invierten en moda, prefieren los vinos o el arte. Marcas globales como Uniqlo, Muji, Cos o Uterqüe predican la austeridad contemporánea del gris, con propuestas de una depurada elegancia, potenciando su voluntad de discreción e incluso de invisibilidad. En los últimos años, la moda se ha desvestido de artificio y el gris se ha erigido en el no color más ­poderoso. En él se concentran buena parte de los matices que dominan el pensamiento contemporáneo, por ello es eficaz tanto como símbolo de transición, de cambio de paradigma, como de tiempo de espera o de conformismo y estrés.

El gris también es el color de la ceniza, y a menudo representa el tedio y la tristeza. Decimos día gris o persona gris, y nunca es positivo, aunque acabemos disfrutando de la tarde de lluvia o descubramos lo que hay detrás de esa persona que parecía no tener sangre en las venas. Fantaseamos con los colores como modo de afianzar una actitud vital positiva y decidida. Pero ¿en verdad es desafortunado el gris? ¿No hay en su humildad, en su aire de tormenta, una ausencia del espíritu egocéntrico tan en boga? ¿Por qué está desterrado de todos aquellos lugares públicos que tienen que ver con la felicidad consumible, de discotecas a casinos, tiendas o ferias? El gris es el color de la realidad e invita a entretenerse en los claroscuros, que al fin y al cabo es donde suele residir la complejidad de la existencia. Porque la vida cotidiana se identifica más con su extensa gama de incertidumbres que con la fugaz euforia colorista.

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