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Gaultier contra Pokémons

El parque de Berlín estrena el otoño con una invasión de madrileños de todas las condiciones y edades que cazan en su propia imaginación. Los huidizos Pokémons y los perros de las colonias colindantes han convertido la placidez del parque en un enjambre histérico. Dicen que existe una especie rara de esos bichos virtuales que solo se encuentra en el parque, antes un lugar apacible donde los jubilados amanecen en corros de chi kung y taichi. El parque acaba de celebrar sus fiestas con la asociación de vecinos cantando zarzuelas y los Pokémons subiendo a las atracciones.

La historia de este parque resume bien el espíritu confiado y tan poco escéptico del madrileño. En 1966, Willy Brandt anunció que visitaría España. ABC publicó la noticia paladeada con triunfo y se anunció que, como agasajo al canciller, se construiría un jardín alemán de relieves exquisitos y con estanque. El conde de Mayalde, exalcalde de Madrid y antiguo embajador en Berlín, y Carlos Arias Navarro, que lo sucedió en el consistorio, inaugurarían el parque dos años después, aunque Brandt los dejó colgados. El PSOE había advertido al canciller de la inconveniencia del viaje, dando noticia de los socialistas que el régimen aún perseguía sistemáticamente, y Brandt lo canceló. Pero ahí estaba el parque, diseñado con mimo botánico, y su escultura, que pagaron los expatriados teutones: un oso rampante que a día de hoy espanta a los niños y te invita a preguntarte acerca de la fiereza –o de la fealdad– simbólica que nos rodea.

Los alemanes se establecieron alrededor del parque y aunque muchos se mudaran después a Ciudalcampo siguen acudiendo al barrio a comprar pan negro y bratwurst en la tienda alemana Fass, al lado de la librería alemana, y a beber cerveza de trigo en el restaurante ídem. Los kindergarten cosen la zona: no hace demasiados años se puso de moda llevar a los infantes a una guardería germana como señal de prosperidad cosmopolita; hoy, de una gran parte sólo queda el nombre en la puerta. El Madrid de las colonias es tan fascinante como el de las corralas. Aquí, decir los apellidos de las calles parece que contagie su grandeza: “Voy a Goya”, “está en Velázquez…”. También juega a la ilusión de nobleza el público que se encamina hacia las embajadas, que en los últimos años sacan buen rendimiento al alquiler de sus sedes para organizar saraos. En la Residencia de Francia se entregaron el jueves los premios Icon, esa revista de hombres en blanco y negro y miradas oceánicas que dirige el amigo Lucas Arraut. En Madrid hay asuntos que siempre quedan entre catalanes: Lucas habló con los Puig, los mayores accionistas de la firma del primer diseñador-espectáculo, un gran couturier, rebelde con causas y no con mamarrachadas. Gaultier celebra 40 años en la moda y parece imposible porque sigue siendo joven, un niño grande cuyo credo no se ha alterado. Su credo: ambigüedad, provocación exquisita, alta moda, vanguardia. Le llamaron enfant terrible y ahora es un veterano que vende millones de perfumes. ¡Cuántos hombres dejan rastro de Le Male en los ascensores del poder de Francia, Italia, Alemania y España, países donde la fragancia es líder absoluta de ventas! Fiel a su sonrisa ladeada, su simpatía marinera y esa buena educación propia de los creadores que no se han cansado de sí mismos, Gaultier es cercano y divertido, un enamorado de España desde que, con sus padres, recorría el litoral mediterráneo en un dos caballos. Para celebrar su visita a Madrid, los Puig organizaron un almuerzo en petit comité en sus oficinas de Madrid, todo tan corporativo y clean, sin pretensiones. Gaultier recordó cómo de pequeño le impresionaron los toreros en Dags, según él su “ primera noción de haute coture”. Hoy, que ya no hace pret-à-porter pero sí alta costura, es copiado por unos y por otros, que si Vetements o Margiela, pero sus trajes son más clínicos y metodistas, mucho menos emocionales que los de ese Gaultier emocional y lírico, el que eriza la piel o estira la sonrisa, el que habla italiañol, agita las manos, mesa sus blancas patillas, el Gaultier que religiosamente sigue comentando en la tele francesa el vestuario del Festival de Eurovisión, porque de vez en cuando a la moda hay que arremangarla y bajarle los humos.

(La Vanguardia)

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