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A patada sucia

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Cuando te llaman del colegio de tus hijos, el estado de alerta modifica al instante la posición del cuerpo. Te levantas del restaurante con la servilleta entre las piernas, incluso agachas la cabeza, o te tapas el otro oído con el dedo para oír mejor, aunque dé lo mismo. Te dicen: “No te preocupes, pero…”, y el estómago arde en llamas. ­Algo parecido debió de sucederle a una pareja cercana hace unos días: les te­lefonearon para informarles de que a su hija de cinco años le habían partido el labio. Fue el simpático Lluc, sin querer, en plena estampida. Blanca pasó el susto entre hipo, Betadine y los brazos de sus padres. Y al anochecer, cuando ya había vencido a la herida, se puso a llorar con desconsuelo. En el aula, dos chiquillas de la misma edad –aún goteaba la sangre– le dijeron: “No te preocupes, Blanca, mañana cogeremos a Lluc en el patio, lo ma­taremos y lo enterraremos”. A la chiquilla aquella promesa la aterrorizó más que el corte, y debió de perse­guirla durante toda la tarde, hasta que al acostarse se lo contó a sus padres. “Lluc me ha hecho daño, pero que no lo maten, no quiero que muera, por ­favor”.

Puede que no sea tan simple responderse por qué a la sensible Blanca le aterra la idea de crueldad, mientras que las gemelitas paladean sus fantasías vengativas. Los críos siempre han sido crueles, se dice, pero antes no nos enterábamos tanto. Los más vulnerables siempre son los primeros en ser señalados, presas cómodas. Los gordos, los tontos o los moros de la clase tendrán que luchar a brazo partido contra esas etiquetas clavadas sin apenas haber podido forjar su propia identidad, como si ya no pudieran ser Juan o Fátima a secas, sino la idiota o el maricón. Cuenta Luis G. Martín, en su magnífica autobiografía sentimental El amor al revés (Anagrama), que de niño le pedía a Dios que le gustasen las chicas. Al tener la certeza de ser homosexual, cuenta: “Me juré a mí mismo, aterrado, que nadie lo sabría nunca”. Y tuvo que asumir la impostura para salvarse.

Sigo el caso de la niña golpeada en un colegio de Palma. El asunto se ha tratado con alarma y conmiseración: “Hoy la pequeña ya descansa con mimos en su hogar, tranquila, pero no quiere regresar a ese colegio”, oí en un informativo, y esa fingida normalidad me alarmó. Se apunta a la familia, a las escuelas, a un contexto que socializa en la violencia con naturalidad, y en cambio domina una callada voluntad en empequeñecer las agresiones, o mejor dicho, de dar por sentado que hay que convivir con ellas. El acoso escolar o bullying cada vez empieza antes: ahora a los 11,9 años. Y su peor enemigo es el silencio. Un estudio de Save the Children realizado este mismo año revela un dato que puede ser el principio de todo, el hoyo por donde habría que seguir cavando: la mayoría de los agresores preguntados por sus motivos responde: “No lo sé”.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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