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París no es para niños

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En la cola de embarque, en el aeropuerto de Orly, unos hombres se abren paso gracias a sus maletines negros, con los que empujan muslos y espaldas ajenas. Es la quinta jornada de huelga general en menos de dos meses en la Francia de François Hollande y estos tipos que emulan las carteras ministeriales se abalanzan por encima de los carritos de bebé. Le llamo la atención a uno de ellos, que también embiste la sillita con su tripa de amplio perímetro. Ni se inmuta. Me dedico a ayudar a todos los padres y madres bloqueados por los portadores de maletines con mocasines y traje, a fin de que ocupen el primer lugar en la fila tal y como les corresponde. Ayudar a niños siempre te inviste de una autoridad fuera de lo común. El vuelo se retrasa de nuevo.

Estudiantes de los liceos y universidades, conductores de autobús, policías o controladores aéreos bloquean puentes y bulevares protestando contra la nueva reforma laboral aprobada por decretazo. También contra los rigores económicos, como la tasa de casi el 10% de paro. El malestar se esparce por las callejuelas de Montmartre pero de noche, con lluvia y policía, la gente sale a divertirse. “París no es una ciudad para niños”, me dice una joven argentina que le cambia el pañal al crío… “Qué diferencia respecto de Londres o cualquier ciudad americana, donde se tienen atenciones”, añade. Cierto es que en París se fuma mucho. Sigue siendo una ciudad de Gitanes y de vino tinto, de jazz y de chansonniers con organillo, de mujeres flor de Dior , de lavanda de Grasse y de axilas agrias, esa insoportable falta de higiene que sitúa a los franceses entre los europeos que menos se duchan.

Los taxistas portugueses de París son otro clásico. Conducen en silencio con una sonrisa triste. Le pregunto a José si llegaremos a la hora: “Creo que no”, me responde con pesar. Le hablo de su pesimismoydesu saudade. No ha leído a Pessoa, conduce doce horas al día. “¿Qué se sabe del avión de Egyptair?”, le pregunto. “No mucho, en la radio sólo ponen música por la huelga”. Militares pasean, fusil en ristre, por las avenidas. Frente a una de las terrazas más concurridas de la Madeleine se detiene una patrulla. Miran, desfilan entre las mesas. Mis amigos parisinos ya están acostumbrados. “Nos protegen”. En la zona de la República se manifiestan los nuevos indignados, mientras que, en la plaza Vendôme, el hotel Ritz anuncia su próxima reapertura, remozado tras las huellas de Proust, Hemingway, Scott Fitzgerald y lady Di. Alicatar las tragedias históricas exige hoy gases lacrimógenos y pasamontañas. El caos no tiene fin. Incluso la fortaleza del corazón se desinfla y encoge. Definitivamente, París no es una ciudad para niños.

(La Vanguardia)

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