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Justicia poética

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Cuando Joana Biarnés abandonó su oficio, asqueada y triste por el impacto del amarillismo en la prensa, se largó con su marido Jean Michel a Ibiza –“en mi vida he tenido tres grandes pasiones: Jean Michel, la fotografía y la cocina”–. La primera fotorreportera española, la mujer que logró colarse en la suite de los Beatles en el Gran Meliá Fénix madrileño, la que le puso un Rabanne a La Contrahecha encima de un tablao, la que enfocó el trasero de Tom Jones o la virginidad de Marisol, la fotógrafa preferida de Raphael a lo largo de una década, o la que inmortalizó al Orson Welles español, quien siempre le regalaba una pose apretando el puro entre los labios, dejaba de lado una vida de correrías e imposibles. Ella, que siempre fue rápida como una anguila, consciente de que en una foto, “la foto”, tienen que pasar cosas para hacer mover las ideas, montó un restaurante, Cana Joana. Atrás quedó “su otra vida”. Algunas mañanas calmosas fotografiaba las telas de araña entre las buganvillas.

“El poder del paparazzi, del periodismo sucio, me hizo daño. Todo eran montajes; un descalabro que todavía sigue, pero yo no podía acabar mi carrera entrando en ese circo mediático. Llevaba el periodismo en las venas, y se me hizo costoso separarme de él, pero vi claro que el futuro para mí era muy negro. Las revistas te pedían carnaza”, cuenta Biarnés, un personaje que aúna naturalidad y originalidad, y que a sus 81 años mantiene el timbre de la juventud en su voz, así como el pellizco en su forma de mirar el mundo

De pequeña, en Terrassa, era Juanita: una niña inquieta ante la que su padre –que se sacaba un sobresueldo como fotógrafo deportivo– se lamentaba de que no hubiera sido chico para llevársela a los partidos. Cuando salió de la Escuela de Periodismo de Barcelona empezó a firmar en el diario Pueblo como Juana Biarnés. Y a los sesenta años, cuando se retiró, se convirtió en Joana: “Para los extranjeros que venían a Ibiza es más fácil de pronunciar que la jota castellana de Juana”. Un detalle que ilustra su personalidad, porque esta mujer que ha emergido de las sombras del pasado es una facilitadora, un pozo de humildad que ni con todos los homenajes que le llueven desde que fuese redescubierta parece tomar conciencia de su extraordinaria obra.

Ella no lo esperaba: ni la Creu de Sant Jordi, ni el recientemente estrenado documental Joana Biarnés, una entre todos, divertido, conmovedor y repremiado, ni la gran exposición que se inaugurará el próximo junio en Madrid en el marco de FotoEspaña, comisariada por Chema Conesa, quien ha hurgado entre sus cajones, salvando lo que no pasó por la trituradora. “Aún lo estoy asimilando: en mi vida todo ha venido dentro de una rueda que han ido encajando los engranajes, hasta que se ha hecho enorme, y me digo a mí misma: Dios, esto es una especie de regalo, qué orgulloso estaría mi padre”. Y es aquí donde a Joana-Juana-Juanita se le escapa una corriente de emoción que viene de antiguo, de los días en que su padre la instruía: “Honradez, seriedad, calidad; entregar siempre a tiempo; estar al día de las últimas cámaras y lentes”. Cuando voló por el mundo, le pidió que nunca le hiciera bajar la cabeza. Ella lo cumplió a rajatabla. Atractiva y minifaldera, conoció la discriminación y la impotencia cuando era la única mujer en el estadio o en el Congreso de los Diputados: “Las miradas mataban”. Una soledad abisal frente a la que nunca se hizo la víctima. Ella respondía con su credencial y una advertencia: “No me mire como a una mujer sino como a un fotógrafo”. Hoy, Joana Biarnés ha vuelto a disparar. Padece una maculopatía degenarativa, apenas puede leer, pero gracias a la tecnología digital encuadra de maravilla a fin de capturar “el gesto” entre todos. Lo que la hizo única.

(La Vanguardia)

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