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Insoportable

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Recuerdo que en mi briosa juventud, un día llegué a la puerta de embarque de un vuelo justo cuando acababan de cerrarla, y las azafatas me invitaron a marcharme. Les rogué y supliqué, tenía una entrevista “vital” –entonces todo era vital– y además el avión aún permanecía panzudo en tierra, pero el no fue rotundo hasta que les solté: “Si yo fuera alguien importante, seguro que la abrirían”. Ya estaba convencida de que el poder significaba, mucho más que patrimonio, una libreta de privilegios que la gran mayoría nunca llegaríamos a disfrutar, no ya por su inaccesibilidad, sino porque son éticamente deplorables.

En los años del pelotazo, resaca incluida, mientras la clase media pagaba facturas sin IVA, los privilegiados querían ganar aún más escamoteando impuestos, llevándoselo fresco a lugares donde el dinero huele a magnolia y ámbar. A principios de los noventa tuve un jefe que, al coincidir en la terminal de El Prat, me pidió que le pasara por el escáner un maletín lleno de billetes que se llevaba a Suiza. “Si te preguntan para qué es, di que vas a comprarte ropa y relojes”. Mi negativa fue entonada con tanto terror que el hombre se rió como si hubiera hecho una broma y se lo pasó a su mujer, que ya iba cargadita.

Eran prácticas comunes: los que ganaban el dinero a kilos lo evadían con clics bancarios o maletines. Domiciliaban sus residencias y negocios en Costa Rica, las islas Vírgenes o Mónaco y se pasaban medio año viajando mientras la gran masa tiraba de créditos e hipotecas. Así nos fue. Unos y otros más pobres que nunca, aunque bien reventados los que han caído de muy arriba. Ahí están los papeles de Panamá, las visitas periódicas a bancos andorranos, la lista Falciani de cuentas en Ginebra o el último escándalo protagonizado por Mario Conde, reincidente. Qué ajenos nos resultan estos mundos secretos mientras desayunamos un café con leche los sábados por la mañana y revisamos los recibos del banco. Hay puertas que sólo se abren si conoces la contraseña, y cuando las cruzas ya no volverás a ser la misma persona. Cuando se está dentro, uno puede llegar a creerse el tío más listo del mundo, aunque tan sólo sea mitad cínico, mitad ingenuo. Piensa que los privilegios son eternos, y que para ello debe mantener una ambición desaforada, multiplicar sus cuentas, tener siempre más, como si viviera en un casino y estuviera asistido por la excitación del ganador. Pero cuando quiera salir fuera, deberá reinsertarse éticamente, con penitencia, de la misma forma que necesita hacerlo esta sociedad en la que los privilegios y chanchullos de algunos han sido enmascarados durante décadas ante el adocenamiento del resto. Pero ahora ya nadie lo soporta.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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