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Retrásame la muerte

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El verano es tan arrogante que, cuando se desliza hacia el otoño, nos sume en una especie de anticlímax como si hubiéramos extraviado aquello que en verdad buscamos. Nada más guardar las alpargatas, se nos emborrona la hoja en blanco. Porque aquella lucidez con la que resolvimos nuestro futuro en las tardes de siesta y arena en que lo veíamos todo tan fácil y claro se enmadeja tan pronto la vida vuelve a darle al on. “Maquinaria es una palabra que utilizáis mucho los periodistas”, me decía un amigo. Es cierto, a menudo acudimos a la imagen de la máquina o el motor para representar el sistema como energía en movimiento.

Pero existen otros tiempos encapsulados, en los que de nada sirve lo que hasta ahora valía, tiempos ajenos a la maquinaria que ruge entre torres de cristal donde el dinero da volteretas en el aire. Un minutero ajeno a los conflictos del mundo, incluso a las costumbres burguesas. Me refiero al tiempo del dolor. El que se escupe en vacaciones como una espina del pescado.

Acaba agosto y he llegado a casa con una maleta de libros sobre el dolor y la enfermedad. No me pregunten por qué. Hace unos meses, Joan Tarrida me recomendó Ser mortal, del cirujano Atul Gawande, que arranca con una magnífica interpretación de La muerte de Iván Íllich, el paciente al que le atormentaba que lo engañaran. “Nadie lo compadecía como él deseaba que le compadecieran”, escribió Tolstói. Al cabo de dos meses, un amigo –exhipocondriaco, igual que yo– se lamentaba de la escasa literatura existente sobre la dolencia. “Lee a Anatole Broyard, Ebrio de enfermedad” (La Uña Rota), me animó. Fue un descubrimiento: un libro escrito en estado de gracia que regala comprensión sobre la enfermedad con sus chispazos de lucidez y de locura, con la caída de los yos y los prejuicios. “Veía en mi enfermedad una visita a un país tumultuoso, más o menos como la China contemporánea. Me la imaginaba como una aventura amorosa con una mujer que me exigía hacer cosas que yo no había hecho nunca”. Con Broyard bajaba a la playa, con Susan Sontag y Philip Roth, cerraba las contraventanas. Y de fondo el bolero recordándote los placeres sencillos: “Regálame esta noche, retrásame la muerte”.

La salud es lo primero, nos decimos, y, para quien consigue sortear la espada de Damocles, tener plena conciencia de estar vivo puede ser “un orgasmo permanente” (Broyard). Leer sobre el dolor es casi un sacrilegio entre aceite de macadamia y turquesas, pero cuán saludable es quitarle arrogancia al verano. Oliver Sacks, que representó el ideal de médico empático para cualquier paciente, murió en agosto. Pero antes dejó escrito con bella eficacia el punto final de quien tan bien supo vivir y morir: “Gracias”.

(La Vanguardia)

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