Las imágenes de dos competiciones, una futbolística -la final de la Champions League-, la otra política -las elecciones al Parlamento Europeo-, se solaparon en las pantallas el pasado fin de semana, escenificando el eterno ritual de la victoria y la derrota. En los últimos minutos del partido entre el Real y el Atlético, los futbolistas avanzaban con la mirada perdida, ebrios de extenuación. Como cuando decimos que los niños están pasados de rosca, imbuidos de la energía nerviosa que produce el cansancio. Igual que los jóvenes en un after: los ojos vidriosos, la cabeza en ninguna parte, bailando sin fin. En el tan glosado partido, los músculos entumecidos, las mandíbulas desencajadas y una sensación de hierba pisoteada y botas sucias se medían en un duelo en el que el empuje doblegó a la estrategia. La suerte se abandonaba a las musas que, a su vez, delegaban en el “todo es posible” cuando en el minuto 93 cambiaba el marcador despojando de gloria a los colchoneros, que ya la acariciaban, casi convertida en palabra. La euforia final, a menos que la compartas, resulta siempre obscena. Ganar con moderación, perder con dignidad, reza el mandato implícito de las contiendas.
El sudor disolutivo del triunfo y la derrota atropellan el presente. Si en la contienda futbolística asistimos al exhibicionismo de los pectorales de Ronaldo o a la desenvoltura naif de Sergio Ramos, regados de alegría incontinente y vanidosa, en la escena política se ha reeditado el mito de los David frente a los Goliat. Las estampas eufóricas y saltitos en la sede de ERC, UPyD y Ciutadans rapiñándole escaños a pares al bipartidismo, y la imprevista irrupción de Podemos, liderado por un profesor bregado en las tertulias televisivas y con coleta al estilo 15-M, demuestran que ya no sirve lo de siempre. Aunque el ADN de un Real Madrid experto en Champions y fichajes millonarios se impusiera al sueño del equipo humilde reactivado por un entrenador que es puro coraje, corre en el aire una querencia por lo pequeño y lo nuevo frente a lo tradicional y poderoso. Lo demuestra el declive del bipartidismo en favor de una fuerte polarización política.
En el epílogo de Guerra y paz Tolstói desarrolla una idea vigente y poco meditada: la constatación de cómo se apunta a la casualidad o al genio para explicar los grandes fenómenos de la historia. “La casualidad crea una situación y el genio la utiliza”. Seguidamente, el autor deja patente la diferencia entre conocer los hechos e ignorar las metas: “Para las gestas realizadas por hombres corrientes no nos harán falta palabras como casualidad y genio”. ¿Existe alguien que haya oído la llamada del destino (o del Olimpo) y se considere corriente?
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