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Do de pecho

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Qué vergüenza nos producía, casi escozor, aquella letrica entonada por Carlos Mejía Godoy y los de Palacagüina que sonaba ale­gremente desde los televisores españoles de los setenta. En especial, cuando en el estribillo los cantantes se endul­zaban con “tus pechos, cántaros de miel”. Me ­recordaban el cuento de la lechera, con su final infeliz. Y vislumbraba cántaros ­cosidos al cuerpo para siempre. Alguno de los mayores, achispado, se sonreía mali­cioso, y entonces huíamos a la cocina, al cuarto, donde fuera, y examinábamos secretamente aquel pequeño bulto que pa­recía una yema de huevo derramada sobre el ­esternón.

Cada mujer mantiene una historia par­ticular con sus pechos. Una relación cambiante, endemoniada, secreta. Acostumbrarse a ellos no fue fácil. Los aplastábamos para disimular aquellos botones mamarios que se iban hinchando. Algunas incluso abandonamos las carreras de cross. Utilizábamos vendas y nos poníamos dos camisetas para negar la evidencia, hasta que empezamos a conocerlos y llegamos a idolatrarlos. Sí, hay una época en que todas las mujeres sueñan con tener otro pecho: más grande, o más pequeño; más enhiesto, o lo que sea. En la edad fértil, el orgullo del escote celebra la sinuosidad de las curvas, la chispa de Eros. Una mujer que se siente a gusto con sus tetas vive más contenta que el resto. O eso cree. Hasta que se transmutan no en cántaros de miel sino en manantiales de leche, en símbolo universal de ternura. El pecho de la amante se convierte entonces en pecho que amamanta, y sólo tres letras separan la profunda transformación del cuerpo que supone la maternidad.

El devenir de nuestro cuerpo en cuerpo político y el ser examinadas, en conjunto y por partes, en juicios sumarísimos ha sido un asunto fastidioso para las mujeres. La imagen puede ejercer de talón de Aquiles. Muchas se autocensuran, y, a determinada edad, lejos de reafirmar su pecho, lo difuminan, esconden o reducen. Por ello es tan poderosa la estampa de Salma Hayek – la dueña , la llaman sus compatriotas– llegando a la ceremonia de los Globos de Oro con un escote reventón a sus 53 años y metro cincuenta y siete, en la misma semana en la que enjuician a Harvey Weinstein –de quien ella detalló la infinidad de noes que tuvo que darle en un artículo publicado por el Times titulado “Mi monstruo”–. Una ­reafirmación pública de la identidad y la libertad de cada mujer de sexualizarse o desexualizarse según crea más conveniente, dada su mayoría de edad. Hayek dio un autén­tico do de pecho.

Las puertas del ocaso, Herbert James Draper.

Publicado en La Vanguardia

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