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Fragilidad masculina

(c) Glasgow Museums; Supplied by The Public Catalogue Foundation

Siempre hubo hombres coquetos que iban a comprarse la crema hidratante con más reparo que si fueran al sex shop, hasta que daban con una vendedora que les lavaba la culpa con sus labios de tiramisú y les proveía de otros placeres instantáneos. Cuánta delicadeza empleaba para enseñarles a aplicar el contorno de ojos mediante suaves golpecitos en la sien. “Así, con ligeros toques”, les ilustraban aquellas diosas iniciáticas en el arte de la cosmética masculina, aunque ellos debían servirse de la oferta para mujeres, pues la suya, aparte del after shave, no existía. “Ayer fui al Cortes Inglés y me llevé tres mariconcreams”, le oí contar una vez a un periodista de fama a otro, a pesar de que aquel chistecillo oscureciera su acto, o ¿no era una forma de exculparse y a la vez festejar su nueva filia? La industria cosmética bascula entre dos polos antagónicos: es tan conservadora como astuta. Hace casi veinte años, Jean-Paul Gaultier intentó poner de moda los lápices de khol para hombres, corrigiendo la renuncia a la coquetería del nuevo constructo de hombre. Se adelantó demasiado en el tiempo.

Éxito, vigor, dureza, determinación, escasa emotividad, capacidad de proveer, autoridad… todo eso incluía el catálogo de lo que debía ser un hombre del siglo XX, lo que causaba gran angustia a muchos de ellos. Los más conscientes buscaron la manera de conciliar el rol con su verdadera identidad aflojando en rigidez, pero la gran mayoría se instaló en lo que los anglosajones denominan fragilidad masculina. El psicoterapeuta Roger Horrocks la define así: “Es una paradoja: la masculinidad patriarcal rompe al hombre, formado y a la vez destruido por su propio poder”. En verdad tembloroso, pues se siente cuestionado a cada instante y ve a las mujeres como el enemigo que pronto acabará por usurparle su lugar preeminente.

Los hombres frágiles son aquellos que se preocupan de aclarar que no son gais –y ni siquiera afeminados– aunque nadie se lo haya preguntado; airean a los cuatro vientos su pasión por las mujeres, también sin que venga a cuento, y urden tramas de sexismo conspirativo contra los varones. Además, albergan una auténtica aprensión hacia el colectivo LGTB, les espanta el color rosa y en caso de utilizar cosmética recurrirán a marcas que apelan a hombres como ellos, de una pieza, cazadores épicos, mientras que juzgarán con falsa perplejidad, propia de quienes no pueden mover sus columnas mentales, a aquellos que se maquillan.

Gaultier fue un visionario: la cosmética que supera el género hoy crece entre los gurús del lujo, sin olvidar el furor coreano, una cultura pionera en estética en que los muchachos invierten más en cuidarse que en cualquier otro lugar del mundo. Se les llama khonminam, combinación de las palabras flor y hombre bello, sin connotaciones femeninas, sin temor a que su virilidad sea examinada por un tribunal de mujeres, las mismas que en este Occidente frágil siguen soñando, muy a su pesar, con los marlboro man.

Imagen: Stephen Conroy, ‘Autorretrato 1’

Publicado en La Vanguardia

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