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La era del pulgar

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Nunca había gozado de tanto protagonismo el dedo más robusto de la mano, desplazando la hegemonía de nuestro índice derecho, profético, indicador y espeleólogo a partes iguales. En menos de un lustro, el pulgar se ha convertido en el miembro más hiperactivo de los cinco, la llave para acceder a nuestro propio te­léfono inteligente e incluso franquear la habitación de un hotel domótico. Su superficie, más ancha, regordeta y almohadillada, descansa sobre las pantallas, pasando páginas inmateriales – sweeping, dicen los anglosajones– en una secuencia infinita que a mí, no sé por qué, me recuerda a los canales televisivos de economía que proyectan en bucle los valores de las bolsas mundiales. Basta un suave desplazamiento, un rozar el cristal, para que se nos abran ventanas del mundo o, todo lo contrario, blindarnos tras la muralla digital. También para teclear con nervio de taquígrafo, alternando los dos pulgares, a fin de seguir conectados a algún tipo de red, sea real o ficticia, humana o robótica.

A la gente poco afortunada con el lenguaje verbal, como Cristiano Ronaldo, les basta con levantar el pulgar para transmitir su estado de ánimo en el paseíllo al juzgado, aunque difícilmente alguien pueda sentirse OK ante un interrogatorio. El pulgar enhiesto siempre ha sido un espejismo, una chulería optimista. En el circo romano significaba muerte, pero Hollywood traicionaría la factualidad histórica a fin de no liar a los espectadores estadounidenses, para quienes el gesto implicaba venirse arriba y no reunir sangre y arena.

Hoy, tanto el OK como el emoji del dedo gordo tienen gran tirón. Son alegres y eficaces, aunque se carguen cientos de matices, porque nadie se siente todo el día con el dedo levantado.

Pero, ay del pulgar de carne y hueso, que ha adquirido un papel protagonista gracias a la tecnología háptica –la ciencia del tacto– y que, de tanto articular, se nos va descoyuntado. Se llama rizartrosis, hasta ahora solían padecerla las mujeres de más de 65 años, y era habitual entre camareros, limpiadoras, albañiles, peluqueras, pianistas, dentistas, amas de casa o escritores. Todos hacen pinza con el dedo, sea por culpa de Mozart, por sostener una bandeja o planchar. A ellos son susceptibles de sumarse quienes mandan esos 38 millones de watsaps lanzados al minuto. Fantaseo con el ingeniero con férula, el pulgar machacado de tanto mensajito, que inventó los mensajes de voz a fin de no desgastar más la musculatura.

Pero aún y así, el trepidante ritmo del mensajeo ha provocado una doble realidad: los pulgares nunca habían estado tan abatidos en la vida cotidiana mientras que en la virtual se multiplican animosos y triunfantes, negando la evidencia de una sociedad, artrósica precoz, que ­olvida sus propios dedos con tanta euforia digital.

Publicado en La Vanguardia

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