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Entre la burla y la compasión

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Si la valía de un hombre –y suponemos que mujer, aunque Nietzsche no fue explícito– se mide por la cantidad de soledad que es capaz de soportar, Melania Trump, incluso a pesar de sus patinazos de tacón de aguja, suma simpatías enchorchadas de compasión. Y, como si de la principal víctima del Presidente se tratara, las hordas #antitrump levantan pancartas con un “¡Liberad a Melania!”. Hija de una costurera y un vendedor comunista de la antigua Yugoslavia, bellezón clásico del siglo XX, irrumpió en escena presentada casi como una señorita de compañía del excéntrico magnate, aunque le dijera no la primera vez. Cuentan sus más allegados que cuando terminó el escrutinio que daba ganador a Trump, arrancó a llorar. Ella no quería el trabajo.

A pesar de su efigie y su porte, ha introducido un elemento en su papel de primera dama: el hermetismo. Ya lo había advertido Ivana Trump cuando dijo que en aquel matrimonio no podía haber dos estrellas. Melania firmó un contrato matrimonial en el que su marido le exigía recuperar su talla tras el embarazo. Y vaya si lo hizo. Al principio la gente cool de Nueva York se reía de la nueva rica; hoy parece convertida en un personaje de Netflix: la aprecian por lo que no dice ni hace. La Casa Blanca ha pasado por encima de ella: más corpulenta, más seria, más alejada de la realidad y de su esposo, la clave para mantenerse en pie. Ella habita el Ala Este, junto a nueve empleados que la adoran, menos de la mitad de los que tenían Michelle Obama o Hillary Clinton. Su imagen es difusa, misteriosa, resignada, aunque a la vez ampulosa. Aseguran que solo cuando participa en actos sobre el acoso en redes, su causa tibiamente elegida, y la dejan hablar, se la ve sólida y relajada.

Hace unos días era su homóloga francesa, era Brigitte Macron, la perspicaz profesora, quien le sacaba la cara: “tiene una personalidad fuerte, pero trabaja duro para esconderla. Se ríe con mucha facilidad, con todo, pero lo muestra mucho menos que yo”. Su aislamiento es tal que acaba de enfrentarse a una delicada e inesperada operación de riñón –para tratar una “afección benigna”, según el parte médico– completamente sola. Y no es que el hospital, el Walter Reed National Military Medical Center, esté precisamente lejos de la Casa Blanca, donde se hallaba el presidente en el momento de la intervención:“Satisfactorio procedimiento; ella tiene buen estado de ánimo”, tuiteó Trump, casi obligado, a dieciocho kilómetros de su cama. Esa oceánica soledad de la pareja.

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Silvio Berlusconi es un hombre de 80 años que aspira a la inmortalidad. Su rostro hoy apenas guarda el óvalo original. Desprende un aire encerado que evoca las criaturas de Madame Tussaud: su frente se ha ido agradándose, ocupando más de la mitad de la cara, luce entradas casi de muñeco –entre el sátrapa árabe y un atildado cantante de boleros–, y el rictus a lo Arnold Schwarzenegger ha criogenizado su sonrisa, con la que siempre ha envuelto, igual que si fuera papel de regalo, sus voluntades más oscuras.

Berlusconi lo ha sido de todo: inversor, empresario, periodista deportivo y presidente del club de fútbol AC Milan, mandamás de Mediaset, artífice de las Mama Chicho y otras bravuconadas televisivas, Primer Ministro en dos etapas, amigo de Aznar y Sarkozy, y una de las mayores fortunas de Italia. También se ha burlado de todo: de la corrupción, del fraude, de los abusos en toda regla. “Prefiero que me gusten las mujeres guapas a ser maricón” aseguraba en 2011 ante la acusación de haber tenido relaciones sexuales con una menor, Ruby Rompecorazones. De la desfachatez hizo un estilo; poco después del terremoto de L’Aquila le espetaba a una colaboradora de la Cruz Roja: “¿puedo palpar un poco a la señora?”. Sus fiestas se hicieron célebres, contagiaban deseo y camaradería entre una clase media que fantaseaba con parecerse a él. Fue en su finca en Arcore donde puso de moda el bunga-bunga. Me contaron la historia unos amigos de Diego della Valle: en sus bacanales, rodeado de velinas y Viagra, Silvio contaba un chiste sobre dos supuestos ministros de Romano Prodi a quien una tribu salvaje somete al bunga-bunga, esto es, la sodomización.

Giovanni Leone le concedió el tíulo de Cavaliere al imponerle la Ordine al merito del laboro en 1977, pero, en 2014, después de que el aristócrata y coleccionista de arte Pietro Marzotto –que murió hace unos días– pidiera su expulsión “por indignidad”, dicho título le fue revocado. Aún y así, los medios siguen refiriéndose a él como Il Cavaliere. “Los italianos lo perdonan todo: a los ladrones, a los asesinos…todo menos el éxito”, afirmaba Enzo Ferrari. Berlusconi, con su cara marmórea nunca se ha excusado: “yo siempre gano, estoy condenado a vencer”. Un tribunal acaba de rehabilitarlo para presentarse a cargo público, los fiscales de Milán han decidido no apelar. Y Berlusconi se siente de nuevo un pájaro suelto, dispuesto a volar, todo dipinto di blu.

Publicado en La Vanguardia

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