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Alfombra negra

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Pocos colores han interesado por igual a jóvenes y sacerdotes, han sido blandidos por luteranos, fascistas o anarquistas, y enaltecidos por el rock y la moda. El negro fue el primer color de un coche –el modelo T de Ford–, así como de los trajes de novia cuando los matrimonios no se entendían por amor sino por conveniencia. De las black box de los magos a los guantes largos de Gilda, los existencialistas y las femmes fatales, listas, cisnes y tarjetas opacas, la bola 8 del billar, el cine y la novela noir, las Harley, el brutalismo o el punk. El negro es el mayor comodín: veamos si no como para unos consiste en el no color mientras que Renoir lo consideraba el rey de la paleta, y eso que los impresionistas lo rechazaban porque, según ellos, en la naturaleza no existe: tan sólo el ocaso que lo iguala todo.

El negro representa lo sucio, lo negativo – de-nigrar– y lo malo: pinta negro o tienes la negra. Es mítica aquella declaración de Muhammad Ali en un programa de la BBC, en 1972: “Jesucristo es blanco, Santa Claus es blanco, Tarzán de la jungla es blanco, Miss América es blanca, Miss Mundo es blanca… cuando vas al cielo atraviesas la Vía Láctea, y, antes, te lavas los dientes con una pasta de dientes que los deja más blancos…”. Ese mismo año, Jane Fonda acudía a los Oscars completamente vestida de negro –eso sí, por Yves Saint Laurent– porque, según ella, no había nada que celebrar: era el principio del fin de Vietnam y el ultraconservador Nixon estaba a punto de ser reelegido. Fonda parecía tan cerca del maoísmo que la prensa norteamericana la había rebautizado “Hanoi Jane”. Su solitaria reivindicación de entonces inspiró la masiva y clamorosa denuncia en la última gala de los Globos de Oro, demostrando que el negro une, estiliza y reduce riesgos. Nunca he aceptado otro estampado que el de las rayas marineras; el negro en mi armario viene a ser como el jazz en mi altavoz, el café de la mañana o el chocolate amargo por la noche.

A menudo, las mujeres que han jugado en campos minados por la masculinidad han adoptado las formas de los hombres, y, en lugar de vestir una feminidad de colorines, se han inclinado por la sobriedad. Me sumo a entre quienes piensan que si alguien abusa de ti, no hay que callárselo durante diez años. Entre las mujeres vehementes y orgullosas, la reacción suele ser instantánea, aunque a veces resulte temeraria. Qué sabe nadie acerca de los recovecos de la personalidad de aquellas más vulnerables, que se paralizan tras un ataque. La fuerza del grupo neutraliza la inseguridad o el miedo a la calumnia.

No hay duda en que la gala del pasado domingo fue un avance para la igualdad, sí, pero su unidad cromática logró que hombres y mujeres parecieran más iguales que nunca.

Publicado en La Vanguardia

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