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Piojos

peines piojo

Minúsculos, sanguinarios y miméticos, los piojos se convirtieron en injusta metáfora de la mediocridad. Su capacidad de mímesis es tan elevada que basta con nombrarlos para que nos pique todo, así que bien siento, amables lectores, darles ese disgusto. Pero ¿acaso no son los parásitos más antiguos de la humanidad, que, generación tras generación, han conseguido fortalecerse a pesar de las mil y una maravillas del progreso? Su azote nos persigue desde los tiempos bíblicos: “Entonces Jehová dijo a Moisés: Di a Aarón: Extiende tu vara y golpea el polvo de la tierra para que se convierta en piojos en toda la tierra de Egipto”. Hoy, la plaga no sólo persiste sino que acrecienta su presencia entre los humanos limpios y perfumados. Se han creado centenares de leyendas urbanas sobre su poder, aunque, a diferencia de cucarachas y alacranes, no resistirían un holocausto nuclear. Tampoco tienen alas, pero su contagio es prodigioso, y más en época de selfies donde la moda de juntar las cabezas para salir en la foto prodiga este tipo de trasvases.

Hay más piojos que en cualquier otro momento desde la Primera Guerra Mundial, según un informe del Centro de Entomología Médica de Cambridge. Y se trata de una nueva supergeneración gracias a mutaciones genéticas que los han hecho más re­sistentes, inmunes al champú y la loción, igual que las bacterias al antibiótico. Por ello, las criaturas piojosas del siglo XXI, a quien no les basta dormir con la cabeza empapada en vinagre como sus antepasados, acuden en peregrinación a un nuevo negocio que en menos de dos años ha crecido tanto como los clubs de marihuana: los establecimientos que garantizan acabar definitivamente con ellos. Allí fuimos con mi hija un viernes por la tarde, como tantas otras familias, entre la resignación, la desesperación y la cabeza intratable.

El local es como una falsa peluquería para madres e hijos –los hombres son más inmunes al contagio–. Cinco mujeres ecuatorianas, con gorro blanco y guantes, ejecutan unos movimientos mecánicos y precisos: se valen de aceites, lámparas de interrogatorio de tercer grado, lendreras y unos tubos que aspiran con ímpetu mechón a mechón. Lo primero que pienso es qué responderán cuando les pregunten en qué trabajan. El estigma del piojo es tan vehemente como su propia naturaleza. Una vergüenza, un escalofrío de asco. Las extractoras de piojos son mujeres serias; su autoridad en parte se cimienta en la humillación con la que los infestados entregan sus cabezas. De vez en cuando enjuagan la lendrera con un paño y lo observan detenidamente, con callada satisfacción. Mientras, pienso en ese polvo de la tierra que sacudió Moisés, que hoy se sigue levantando sobre piscinas azules y ciudades de cristal; en la tozudez histórica de un parásito capaz de permanecer en la cabeza más días que un amante, desde el principio de los tiempos.

Publicado en La Vanguardia

Un comentario

  1. Concepción Vinagre Concepción Vinagre

    Sencillamente genial !!!

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