Saltar al contenido →

Al rebufo de Hemingway

Captura de pantalla 2016-07-11 a las 11.54.15

Me siento profundamente extranjera de la palabra chupinazo y todo lo que representa. Cierto es que crecí ajena a ella: en catalán no tiene traducción y si la catalanizas su fonética te rompe el oído, aunque invoque el cohete pagano que desabrocha el pecado. La palabra no eructa pero sí su idealización. Recuerdo de mi otra vida cuando los chicos de la pandilla se iban a Pamplona a primeros de julio y volvían apestando a cerveza, impregnada hasta en los dobladillos de la ropa. Decían que iban “a hacer el bestia”. A ser niños de nuevo, pero borrachos y descontrolados. Nos desenamoraban.

El alcalde pamplonica de Bildu ha anunciado que las suyas son las mejores fiestas del mundo. Sus propuestas consisten, básicamente, en correr delante de toros bravos acorralados, bañarse en alcohol, perderse en una multitud sudada, gritona y resacosa, jalear lo que sea y enmascarar con la farra la derrota existencial. Claro que habrá vecinos devotos. Pero todo vale para agitar los instintos más animales, incluso entre quienes miran el espectáculo desde los balcones donde el miedo embiste a distancia. Como desde el que Ernest Hemingway, en el Gran Hotel La Perla, contemplaba los encierros poniéndole literatura y mitificando un rito que sitúa en las antípodas del progreso, con seres humanos y animales mezclados entre testosterona y meados. Más miedo tienen los toros que los hombres que los corretean por las callejuelas, pues su huida sólo puede ser hacia delante.

Hay quienes afirman que Hemingway no llegó a correr jamás delante de los toros en Pamplona, y lo cierto es que no existe testimonio gráfico alguno. Sólo se conserva una foto, en la biblioteca John F. Kennedy de Boston, en la que el escritor aparece entre las vaquillas que se sueltan al terminar los encierros en la plaza de toros. No parece temeroso, sabía mirar muy bien a cámara, pero son vaquillas y no miuras. Otros expertos rastreadores afirman por contra que sí corrió, y no una, varias veces. El caso es que la gloriosa publicidad que le hizo al patrón de Pamplona es, en parte, responsable de que los Sanfermines se hayan convertido en un rito de paso para millones de norteamericanos, canadienses, australianos, neozelandeses o británicos. Vienen a hacerse mayores, en lugar de comprarse un billete de Interrail. Puede que su ideal de exotismo incluya pañoletas rojas y txapelas, o bien sea la mezcla de animalismo, vino y sexo demente lo que les intrigue. El 56% de los corredores desde el 2014 son extranjeros. De ahí que se afine el turismo y se pongan en marcha campañas que pretenden detener las agresiones sexuales –que hace diez años también existían, pero entonces ni la sensibilidad social ni las leyes estaban de su lado–. Cuando escribo estas líneas ya ha habido una. Cinco contra una, en un portal, entre jaranas, vapores etílicos y una falsa exaltación del arrojo y la hombría. Un espectáculo turístico.

Publicado en Artículos

Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.