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Jacqueline de Ribes, fin de época

Untitled

Altísima, de nariz aguileña, hombros rotundos, cuello de cisne, dedos largos y cabello azabache recogido con rabia; su perfil podría escrutarse como el de una esfinge egipcia, el de una prima donna de la ópera o una modelo de alta costura, pero, en realidad, Jacqueline de Ribes representa un auténtico fin de raza: la mezcla perfecta entre aristócrata, musa y mecenas de creadores. Unicornio de marfil la llamaba el poeta couturier Yves Saint Laurent; “giraffina”, en alusión a su esbelto cuello, la apodó Emilio Pucci. La última reina de París certifica uno de sus primeros pupilos, Valentino, a quien conoció cuando el diseñador era un joven de 16 años que trabajaba en el atelier de Jean Dessès y adoraba la expresión dramática –y humorística– de la condesa de Ribes cuando se apeaba de su Rolls-Royce y empezaba la fiesta en el taller.

Luchino Visconti la soñó en el papel de Oriane de Guermantes para su adaptación cinematográfica (nunca filmada) de En busca del tiempo perdido, y a Truman Capote le enfadaba que no quisiera contarse, con Marella Agnelli o Lee Radziwill –hermana de Jackie Kennedy–, entre los cisnes de su corte. Durante décadas, no faltó a ni una de las fiestas de la alta sociedad que infusionaban arte, poder, glamour, frivolidad e influencia, igual en París que en Nueva York; fueran los anfitriones los Rothschild o el extravagante Carlos de Beistegui y de Yturbe. Su nombre, una contraseña para iniciados, es sinónimo puro de la elegancia à la française.

Ahora se la reconoce –y celebra– en el Metropolitan Museum de Nueva York, que le dedica una exposición pionera inaugurada este mes: si pocos son los couturiers que han merecido tal honor (Saint Laurent, Hubert de Givenchy, Miuccia Prada), Jacqueline de Ribes es, a sus impresionantes 86 años, el primer icono de la moda en traspasar las puertas del templo de esa nueva religión laica que es la moda. Su vida podría dar cuerpo a una novela de Balzac: Jacqueline de Beaumont nació un 14 de julio –una fecha señalada para la futura embajadora del chic francés– en una familia absolument Faubourg Saint-Germain. El crac de 1929 estaba a punto de estallar, pero su abuelo materno, el banquero Olivier Rivaud de la Raffinière, capeó la crisis, y su padre, el conde Jean de Beaumont, se dedicó a multiplicar los ceros del abultado capital familiar apostando por el comercio exótico (de la banana al caucho).

Su infancia discurrió entre el castillo de la abuela, las nannies y los días de sol en Saint-Jean-de-Luz. De joven debutó con brillo en los grandes bailes venecianos de Beistegui o el Black & White de Capote. Una educación impecable y la herencia de un padre (ausente, para variar) que amaba el esquí y una madre que traducía a Hemingway harían el resto. En 1849 se casó, jovencísima, con el vizconde de Ribes: se convertiría en lo que hoy se denomina socialité, y haría de la haute couture una seña de identidad personal tan reconocible como su porte de estatua (que Horst, Avedon, Bailey, Beaton o Doisneau inmortalizarían). En su fabulosa colección destacan los modelos de Saint Laurent, Valentino, Dior, Ralph Lauren, Armani, Emanuel Ungaro, Galliano o Jean-Paul Gaultier, que le dedicó una colección en 1999 titulada Divina Jacqueline.

De Ribes es el último ejemplar de una especie casi extinta: una mujer culta que encarna, además, la quintaesencia de la elegancia. Y una virtuosa del arte social, heredera de una visión del mundo que reunía a artistas y aristócratas para descorchar la vida bajo las lámparas de araña.

Autorretrato / Mariano Rajoy

A algunos nos enseñaron en el colegio que hacer campaña por uno mismo queda feo. A Rajoy, en cambio, no le preocupa desoír aquello de que “obras son amores, y no buenas razones”. “Me voy a votar a mí mismo porque confío en mí, me conozco bien y hago justicia” confesaba esta semana en la Cope. Un hombre de gustos sencillos que desayuna con el Marca, un señor de provincias que toma distancia ante lo hipermoderno. Esperemos que Bertín no lo siente en su tresillo ni lo pasee por la dehesa.

Mirada al pasado / John-John Kennedy

Nunca hubo un nombre con tal aliteración: John al cuadrado. Se convirtió en los mismos Estados Unidos de América cuando saludó al féretro de su padre como un niño hombre. Habría cumplido 55 años el pasado miércoles de no haber sido por aquella avioneta. Fue abogado y editor de George, aunque se quedó en promesa. La política había sido puntualmente sexy antes de él, pero la maldición de los Kennedy enterró una de las mejores genéticas de la historia.

Imparable / Adele

Cuando Spotify parece haber vencido definitivamente a las tiendas de discos, Adele vende casi dos millones y medio de copias en la primera semana de 25, su tercer álbum. Fuera del canon, desde su cuerpo hasta su voz, Adele conquista nuevas metas. Incluso los que somos alérgicos a su chorro de voz, debemos de aceptar que puede con todo, ya sea versionear Hello con instrumentos infantiles y su pose de matrona inglesa o arrinconar los dispositivos 3.0. Toda una heroicidad.

(La Vanguardia)

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