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El hueco de la identidad

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En situaciones límite decimos que “nos agarramos a un clavo ardiendo”. Es una imagen terrible: hierro que bulle, y aun así es el único resorte capaz de contener nuestra desesperación. Igual de terrible que colgarse de una cornisa, embarazada, para escapar de los kaláshnikov, como la joven parisina que consiguió, gracias a otro héroe sin nombre, salvarse de la matanza de Estado Islámico en el Bataclan, cuyo onomatopéyico nombre es más difícil de pronunciar una vez arrasado por la tragedia.

¿Qué podríamos sentir usted o yo en esa situación, con las manos agrietadas, aguantando todo el peso del cuerpo que en cualquier momento puede caer a plomo en el asfalto? ¿De dónde sacaríamos fuerzas de flaqueza? ¿Pensaríamos en los que queremos o en la manera de saltar sin despedazarnos? ¿Rezaríamos? ¿Nos convenceríamos de que podemos salir de esa apelando al pensamiento positivo cuando han volado ya los zapatos?
En la congoja, azuzada por la halitosis del peligro, la escapatoria es lugar remoto. A menudo no hay salida, pero el conmovedor instinto de supervivencia olfatea una rendija de vida. En el fatal atentado fascista-islamista de París sólo nos reconfortan los ejemplos de hombres y mujeres que se tendieron la mano, incluso que se amaron hasta el último aliento, como Ángela Reina, la española que permaneció junto al cuerpo inerte de su marido, Alberto. “Nos tumbamos, y yo puse mi cabeza encima de su pecho”.

Según una bella idea de María Zambrano: en el interior de la vida hay un hueco que es sólo nuestro, de cada uno. Pero cuando avanzas en el filo de la vida, sientes perderlo. Los de los –de momento– 129 muertos en París son huecos de vida arrebatada por la barbarie, y exhiben de manera sangrante lo que el filósofo Zizek denomina la grieta insostenible “entre liberales anémicos y fundamentalistas apasionados” en Islam y modernidad (Herder), una lectura muy recomendable.
Nunca el ser humano había estado tan pendiente de su mismidad. Según publicaba The New York Times hace unos días, el año 2015 será el de la identidad. Desde aquella mujer blanca que vive como negra porque se siente espiritualmente como tal, que tanta polémica levantó en EE.UU. este verano, hasta la más famosa de las transexuales, hoy mujer: Caitlyn Jenner, en su vida anterior Bruce. Pero al otro lado, más oculto, están esos jóvenes aburridos que un día deciden arriesgar y chatearse con integristas islámicos por Facebook. Ellas cambian el flequillo y los pendientes por el burka, ellos aprenden a manejar armas y explosivos, bien lejos del abrigo de la cultura. No sé si se interrogaron sobre el clavo ardiendo al que se agarraban, pero lo peor es que nosotros no lo hicimos.

(La Vanguardia)

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