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La novela más mala

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“¿No te dolió?”, le pregunté a Ana Saiz, una joven y talentosa ilustradora a quien nunca había visto en shorts, bajo los cuales asomaba un florido tatuaje que ocupaba medio muslo. “Es una especie de dolor estimulante, retador”, me dijo. Igual que ocurre con los tacones de aguja, puede más el deseo de elevarse con ellos que su tortura; son pequeñas pruebas del azote que nos hace transgredir delicadamente.

Nos encontrábamos en las Conversaciones Literarias de Formentor, junto a un grupo de escritores, editores y periodistas mezclados hábilmente por el factótum del encuentro, Basilio Baltasar. El asunto que tratar era la maldad en la literatura en sus diversas facetas y roces: de la crueldad al espanto, de la perfidia a la infamia y el desprecio. Puro masoquismo el que se planteaba: hablar en uno de los paisajes más cotizados del Mediterráneo de cráneos de bebé estampados contra las rocas o de las torres aquel 11-S convertidas en una visión hipnótica, como subrayó la pynchoniana Marta Fernández. O la destrucción del amor “desde la representación del amor mismo”, la razón de vivir de Valmont y la marquesa de Las amistades peligrosas que desglosó José Carlos Llop.

“En el interior de cada uno de nosotros hay una ventana que da al infierno”, aseguró Sònia Hernández, autora de Los Pissimboni. Porque la literatura condensa los encuentros del artista con el diablo y coloniza un espacio cedido para el mal, hasta el extremo de convertirlo en pedagogía. Qué lectura tan penetrante hizo Justo Navarro de los relatos de los Grimm, cuyas terribles historias obedecen la lógica de que los cuentos de hadas fueron el hogar de la ley, atribuyendo a la literatura un valor legislativo. “Pero la ley tiene un poder de persuasión del que carece la literatura”, aseguró el poeta. Aún y así influye en la vida.

“La obligación del creador puro es entrar en el abismo con los ojos abiertos”, dijo Eduardo Lago citando a Bolaño. Y habló de Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, y de cómo quiso volver a esa vieja lectura que le cambió la vida como un ejercicio misterioso; una historia de soledad delirante en que “la emoción no necesita apoyarse en palabras”.

La rebelión del mal contra el bien sigue perturbando a la humanidad fuera de los libros. Asistimos cada día a una ración de crueldad televisada, y aun así no le ponemos rostro al mal. Por eso nos quedamos embobados ante las imágenes de los criminales que difunde la policía, intentando atisbar algún indicio de corrosión en su mirada. También somos capaces de asustarnos de nosotros mismos al aceptar la injusticia, la tortura y la excitación de adentrarse en las tinieblas. A indagar en el mal. “Cuando el infierno y el cielo son lo mismo”, como señaló Victoria Cirlot en su magistral lectura de Cumbres borrascosas. Porque otra de las múltiples ventajas de la literatura es que nos sirve en bandeja la batalla del ser humano para acallar sus demonios.

(La Vanguardia)

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