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Diana de Vreeland, divina y excéntrica

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Nunca he estado en una oficina ni me he vestido antes del mediodía” le respondió Diana Vreeland a la directora de Harper’s Bazaar, Carmel Show, cuando la entrevistó por teléfono para ficharla como editora de moda. Era 1936, y Diana, nacida en París, había vivido en Londres y paseado en góndola por Venecia con su amado marido Reed –que, como estos días recuerda la enorme Carme Elias en el Teatro Español, se planchaba hasta los cordones de los zapatos–. Su vida había sido digna de una novela de Francis Scott Fitzerald: dinero y alegría. Entonces, las neoyorquinas se contoneaban en los clubs nocturnos con boquitas de piñón y vertiginosos escotes en la espalda, inspiradas por aquel joven Balenciaga que triunfaba en París nutriéndose de los colores de Zurbarán. Snow se había quedado admirada la noche anterior ante aquella treinteañera vestida de Chanel blanco y con rosas en el pelo; al despedirse le insistió: “llámeme mañana sin falta”. Diana, siempre dispuesta a engrandecer lo bello y a exaltar lo nuevo, se encontró con una oferta insólita para alguien que no había trabajado en serio ni un solo minuto de su vida. El argumento de Snow la convenció: “pero pareces saber mucho de ropa…”. Pasó 26 años pontificando desde las páginas de Haper’s, donde haría mítica columna mensual Why don’t you…? (¿Por qué no…?), a medio camino entre el oráculo y la cátedra. Algunos de sus “retos” más provocadores rezaban así: “¿Por qué no…lavas el pelo rubio de tus hijos con champán para aclararlo, como hacen en Francia? ”, o “¿Por qué no… pintas un mapamundi en las paredes de las habitaciones de tus hijos para que no crezcan con un punto de vista provinciano?”. Y otra década en Vogue, inventando los sesenta, con Twiggy, Mick Jagger o Anjelica Huston encarnando su personal alegato por la belleza de lo diferente. También encumbró los tejanos (no ha habido mejor invento después de la góndola”).

Si el mito de la directora de revista de moda –femenina, como se las denomina hoy para convertirlas en propuestas globales– sigue extendiendo sus plumas de colores, su malditismo y sus filias y fobias, si Anna Wintour o Glenda Bailey poseen ese aura, es gracias a Diana Vreeland. Su madre le recordaba a diario que era “una pena que tengas una hermana tan guapa y que tú seas en cambio tan extremadamente fea”, pero ella fue capaz de convertir su nariz y su frente sobredimensionadas en un signo de estilo que decoraba con las joyas lacadas de Tiffany’s. Con su personalidad despótica y subyugadora y con tanto ojo como gusto por el exceso, definió el estilo como la única contraseña en un mundo estandarizado y grosero: “Te ayuda a bajar las escaleras”.

El pasado jueves se estrenó en Madrid Al galope –ya representado en Barcelona– un monólogo tan brillante y corrosivo como su protagonista. En un salón de terciopelo rojo, a Diana le encargan grandes exposiciones en el Metropolitan pero ella, adicta al cuché y al glamur, sigue empeñada en crear una nueva revista. Su nombre también ha resucitado, ¡treinta años después de muerta!, en forma de ocho misteriosas fragancias de la mano de su nieto Alexander. “Uno solo puede pensar en siete u ocho mujeres realmente originales. En Estados Unidos hemos tenido muy pocas. Emily Dickinson fue una. Pero Mrs. Vreeland es una mujer extraordinariamente original. Ha contribuido más que nadie al gusto de las mujeres americanas en la forma en que visten, se mueven y piensan. Es un genio. Pero la clase de genio que muy poca gente reconocerá”. Truman Capote también podía equivocarse.

Pienso luego… / Carlota Casiraghi

La hija de Carolina ha superado su código genético. Portadora de la languidez parisina y del estilo made in Italy, se ha convertido en una defensora del uniforme ecuestre. Lo que hasta ahora escondía era su otro yo filosófico, el que ha sacado al inaugurar los Encuentros Filosóficos del principado, que versaban –¿cómo no?– sobre el amor. Afirma que cuando estudiaba en la Sorbona, la asignatura “cambió su vida”. Ya lo defendía Hobbes: “El ocio es la madre de la filosofía”.

Chet Baker y la edad de oro

Es fácil recordar la imagen de un imberbe Chet Baker posando melancólico, como su voz arrastrada, trompeta en ristre, su rostro casi mineral, sentado en un escorzo rebelde; glorioso blanco y negro. La foto la tomó en 1960, Bob Willoughby, y forma parte de la exposición Jazz, jazz, jazz, que alberga hasta finales de enero el Círculo de Bellas Artes madrileño. Un icónico paseo, entre secciones rítmicas y volutas de humo. Un imperdible para los adictos a Almost blue.

Siempre igual / Maradona

La polémica es su eterna compañera de baile. ¿La última? Aceptar la presidencia de la fundación Football for Unity para Latinoamérica de manos, nada más y nada menos, que de la reina Isabel II. Da igual que hayan pasado ya treinta y tres años del fin de la guerra de las Malvinas; Argentina es un país de cultos y rencores eternos. Por eso, y aunque haya levantado una gran expectación en la Feria del Libro de Frankfurt, la biografía inédita de Daniel Arcucci, Diego Maradona, tocado por Dios, no puede ser la definitiva.

(La Vanguardia)

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