Saltar al contenido →

Sabina y la pájara

ep001602_2

El caso de Sabina y la pájara que sufrió en un escenario madrileño tras casi dos horas de actuación resume dos factores que definen la psicología social de nuestro tiempo: el miedo y la confesión. Pánico escénico le llaman unos, crisis de inseguridad, fobia repentina, según otros; “un Pastora Soler” -refiriéndose a la cupletista que ha abandonado los escenarios porque un bloqueo le impedía subirse a ellos y disfrutarlos-, dijo en su excusatio un Sabina que siempre ha querido reconocerse en los otros.

De nada sirven la excelencia, los logros alcanzados ni una probada solvencia cuando esa presión atenaza los nervios, paraliza las cuerdas vocales, blanquea la mente y desactiva la memoria. Se trata de un sentimiento ruin, parecido a la angustia de soñarse a uno mismo desnudo por la calle, con plena conciencia de ello pero a la vez atravesado por una impotencia que impide repararlo. Un sentimiento totalizador que guarda cierta relación con la pulsión de muerte al incapacitarse uno mismo para lo que está sobradamente preparado.

“Creía que me iba a caer redondo en el escenario”, le dijo a su agente. Lo más curioso es que el cantante ya había cumplido con su contrato: hit tras hit y verbo castizo presentando generosamente a sus músicos; sólo le faltaban los bises. Hubiera bastado un poco de disimulo hasta salir corriendo, pero el autor de 500 noches, ahora que ya no se las bebe, optó por confesarse: esas son las cosas que tiene la sobriedad.

Un micrófono abierto es asunto de valientes o caraduras. Los hay que carecen de vergüenza, empeñados en ser únicos, que se gustan y se reivindican como si estuvieran solos en el mundo. En el otro extremo están quienes se autoexaminan y se reprochan no haber sido más rápidos o ingeniosos (y se sienten torpes o pusilánimes cuando se les ocurre la respuesta brillante con una hora de retraso). Hasta que un día enmudecen. En literatura son los Bartleby de Vila-Matas y los Lord Chandos de Von Hofmannsthal. Sobre las tablas van de la Callas o Reggiani a Buenafuente y Alejandro Sanz. Hugh Grant, aquejado del síndrome hace cinco años, declaró: “Me gusta todo de rodar, excepto actuar”.

Pero hoy el miedo escénico ha trascendido los escenarios. También lo padecen los trabajadores y empresarios, los padres y madres, tan a merced de lo inesperado, sea una epidemia, unas preferentes o un secuestrador en una cafetería. La ilusión del control, tal como presentíamos, es una ficción que agudiza el sentimiento de intemperie. Por ello, nos obligamos al desahogo, aunque nadie nos pida explicaciones, acaso como antídoto frente a la soledad del miedo, o como dejó dicho Cioran, ante “la enormidad de lo posible”.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.