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La empatía y los Pujol

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En las cenas de este verano que declina, uno de los comentarios más recurrentes sobre el caso Pujol empezaba con un nombre: Marta. “Detrás de todo está la Ferrusola”, escuchaba a los cuatro vientos. Muchos la dibujan como ambiciosa y maquiavélica, dura de pelar, la matriarca, “una bruja”, sustantivo que sigue adjetivando a las mujeres cuando se les quiere negar cualquier rasgo de feminidad. De aquellos vítores de “això és una dona” que endulzaron sus oídos en plena efervescencia del pujolismo, ha pasado al desprecio de quienes antaño la veneraron. Su causticidad, con esa media sonrisa resabiada, y su coraje inmortalizado en aquel vuelo libre, además de un parco vestuario, resumían el estilo Ferrusola: familia y nación, sacrificio y austeridad.

En 1980, cuando Pujol ganó las elecciones, decidieron que con siete hijos no se iban a mudar a la Casa dels Canonges, decorada sobriamente por Bibis Salisachs en 1976, cuando la ocupó con su marido, Juan Antonio Samaranch, entonces presidente de la Diputación de Barcelona. Cuatro años después, la revista ¡Hola! solicitó un reportaje sobre la familia -hasta entonces sólo se habían ocupado de los Suárez-, y accedieron. Había que jugar fuerte en España. Los reporteros visitaron el piso de General Mitre, y ante la desalmada austeridad del crucifijo en el cabecero decidieron que el reportaje se haría en la Casa dels Canonges. La casa de los Pujol no tenía foto: ni sombra de ostentación.

Durante su estancia en Queralbs, los medios han vigilado a la pareja y han mostrado a un Pujol sereno, sonriente incluso, y empático. Frente a ella, en cambio, la cámara se ha topado con un bloque de hielo. Y la imagen ha congelado el rostro de “la mala”, lo sea o no.

Pero hay otro personaje que ha mutado también en estereotipo a lo largo de este caso: “la ciudadana Victoria Álvarez”. En EE.UU. probablemente sería una heroína digna de un biopic de Hollywood; aquí, lo más suave que le han dicho ha sido “mujer despechada”. De “fulana” a “montajista”, si bien ella insiste en que todo saltó, no por despecho, sino por la encerrona del micrófono oculto en La Camarga, Álvarez ha pisado todos los platós contando que no quiso ser cómplice de un saqueo de millones que iban y venían en maleteros. Pero su personaje se ha quedado en carne rosa y amarilla, con aplausos del público y cautela informativa. A pesar de ser la espoleta del culebrón, su testimonio carece de relato y su credibilidad es cuestionada, acaso por otro cliché: el de la chica del gángster.

Dirán, un artículo más sobre el tratamiento de las mujeres en los medios, y sus etiquetas: buenas y brujas, monjas y putas. Se podría abundar en ello, pero lo que en verdad demuestran ambos personajes es la importancia de la empatía en el juicio público: al lado de Marta y de Victoria, Pujol pasa por un sabio despistado y alegre, un estadista ajeno a cuestiones mundanas.

(La Vanguardia)

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