
El avión salió con dos horas de retraso; tuve tiempo de comprarme un sobre de lonchas de jamón por si el almuerzo a bordo resultaba indigesto. Las líneas aéreas, tan multiplicadas, han anunciado su preocupación por el descenso de pasaje. Tienen más vuelos que nunca pero no los llenan. No es de extrañar, la gente no quiere ser despreciada como un paquete. De aquella idea romántica del viaje apenas queda nada, tal vez un plácido dormitar porque nadie puede llamarte al teléfono. Cuando faltaba poco para aterrizar, he leído las palabras que escribió Stendhal cuando un día de 1817 visitó la iglesia de la Santa Croce, donde se encuentran las tumbas de Miguel Ángel o de Galileo. Salió estremecido ante la contemplación de la belleza. «Al dejar Santa Croce se aceleraron los latidos de mi corazón; sentía que perdía la vida, al caminar tenía miedo de desplomarme». Los psiquiatras reconocieron este trastorno, lo denominaron síndrome de Stendhal y consideraron que los detonantes de tal estallido de pasión pueden ser una personalidad impresionable, el estrés del viaje o el descubrimiento de un lugar donde se siente el peso de la historia. El látigo de la belleza te permite adquirir percepciones a las que difícilmente podrías acceder de otro modo. Es un ansia. Queremos dejar de ser estatuas, los mismos de siempre. Por ello la gente se enamora, cambia de trabajo, admira una obra de arte o viaja. Con la ilusión de que los paisajes y las personas nos hagan distintos, alumbren esa cabeza que apoyamos sobre el tapete de un Boeing. Cuando aterrizamos en Pointe-à-Pitre, Guadalupe, deseé con todas mis fuerzas que algunos de esos hombrecillos con un cartel llevara escrito mi nombre. Mr. Wrong no había venido a esperarme.
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