Estas palabras, que siguen explicando tan bien la infancia de aquellos que buscábamos renacuajos en el patio del colegio y acabamos criando a nuestros hijos entre moles de cemento, reverberaron ayer en el Círculo de Bellas Artes de Madrid durante el homenaje a la que fue escritora, pedagoga y, por encima de todo, una mujer elegante. No me refiero tan sólo a sus collares de perlas ni a la media melena rubia y lacia que lució hasta su muerte. Se trata de otra cualidad que interioriza la firmeza y la tolerancia, la curiosidad y la prudencia, capaz de desplegar un sentimiento confortable a su alrededor.
Lo recordaban ayer algunos padres de alumnos, como Jorge Valdano o Joaquín Estefanía: no hubo mejor ejemplo de refinamiento estético y progresismo intelectual que ella. Victoria Prego habló de la obra magna que Aldecoa tejió a lo largo de cincuenta años, la que no genera derechos de autor pero deja huella. «Y eso que el colegio le costaba dinero», recordó. Padres y alumnos, por un día, nos sentamos mezclados y muy cerca, lejos de debates desalentadores y conscientes del peso de ese motor social llamado escuela.
Heredera de los principios educativos de la República, Josefina Aldecoa se hizo mayor el día en que fusilaron a su profesor de la Escuela Preparatoria. A pesar de la censura, simultaneó sus dos pasiones: literatura y educación, y dado que conseguir libros era una tarea ardua en los cuarenta, estableció una buena red con sus compañeros de juventud: José María Valverde, los Sánchez Ferlosio, Alfonso Sastre, Jesús Fernández Santos, o posteriormente con el que sería su marido, Ignacio Aldecoa. Miembro de la generación de los 50, la joven Josefina iba a visitar a Pío Baroja y veía pasar a Azorín por la calle de la Montera. Su ideario educativo, inspirado en el de la Institución Libre de Enseñanza, insistía en tratar a cada niño como una persona, estimular su creatividad, exigirle lo mejor de sí mismo, desarrollar su sentido crítico e imponer pautas: «Pocas, pero muy claras», solía decir, consciente de que nada desconcierta más a un niño que la ausencia de normas.
Desde hace dos años, Josefina dejó de ir a diario a la escuela y se refugió en su casa de Santander, Las Magnolias, donde falleció antes de llegar la primavera. A pesar de que la tentaran para entrar en política, se resistió a abandonar las famosas puertas correderas de su despacho. «Nunca castigaba», recordaron los alumnos, pero bastaba una mirada suya, cuatro palabras, para saber qué límite se había traspasado. En los últimos tiempos intervino en algunos debates actuales: aseguraba que era una barbaridad separar a niños y a niñas; también sostenía que, si bien era imprescindible que los padres dedicaran tiempo a los hijos, había comprobado que los niños cuyos dos progenitores trabajaban respondían mejor. Defendía la cultura del esfuerzo, pero sin disociarla de su principal prioridad: «Lo más importante es que los niños sean felices». Tal vez por ello, en las aulas se escucha su aria preferida, con la que se le despidió, el dueto de las flores de Lakmé, ahora que el jazmín se entrelaza a la rosa.
Es una gran verdad que los niños deben ser felices. Buen artículo.