Pero la vida en los gabinetes de los ginecólogos transcurría de otra manera. El jefe de Ginecología del hospital de Sant Pau, el doctor Terrades Pla, contrario a practicarlos, le pidió consejo al obispo, estando dispuesto a renunciar a su puesto. Pero el prócer le pidió que permaneciera en él, intentando por todos los medios disuadir a la máxima cantidad de mujeres posible, ya que mucho más peligroso sería que otro médico sin escrúpulos ocupara su cargo. Por el contrario, en el hospital Clínic obedecía sin chistar el catedrático de Ginecología doctor Conill Montobio, quien, junto a su equipo, practicó muchos más abortos que los de Sant Pau. Pero cuando el franquismo se sentó en el trono deseoso de perseguir la amoralidad, el doctor Conill corrió hacia Roma, donde consiguió una audiencia con el papa Pío XII, al que confesó su pecado y declaró su arrepentimiento. Conill, que hacía pronunciar su nombre con acento en la o, regresó al Clínic con todos los honores de la venia papal mientras que a Terrades lo echaron de Sant Pau.
Vergés guarda las cuartillas amarillentas del discurso que leyó Terrades, años más tarde, en el curso inaugural 1946-1947 en la Real Academia de Medicina, teñido de dramatismo: “No es que aspirara a una medalla, porque no me seducen las vanidades humanas, pero sí a un reconocimiento leal de mi esfuerzo”. El médico atribuye su “injusticia” a “la pasión que emborracha los juicios tras una guerra intestina, sobre todo después de haber luchado desde dentro del sistema contra una ley (única el en el mundo) que era un baldón de ignominia para Catalunya”.
Las historias de heroicidad fallidas zurcen la vida, igual que pesados fardos. Hasta que, un día, el jefe de la Iglesia actualiza la vieja frase de Terencio: “Nada humano me es ajeno”. Y hace descarrillar tabúes.
Jodor que bien oleis las feminas el cambio de vientos uuuelen cuuuenoooss pa tí pa mí y pá Bertín.