Bienvenido a la sobrecarga electoral. Porque usted no sólo debe decidir constantemente entre té y café, pan integral, blanco o de centeno, paracetamol o ibuprofeno, sino entre cientos de canales de televisión, miles de productos del supermercado o millones de ventanas que puede llegar a abrir el ordenador -y que van desde la búsqueda de trabajo hasta la de pareja-. La obsesión por elegir forma parte de nuestra configuración identitaria, auspiciada por un sistema que apela a la inteligencia y a la responsabilidad del consumidor-elector, pero también al consumo de masas. Asimismo nos convierte en seres más ansiosos y culpables, al no poder derivar responsabilidades cuando nos arrepentimos del camino escogido. Y lo más crucial: asistimos al fin de la inocencia, porque no vaya usted a creerse que elige con independencia, “dueño de sí mismo”. Un anclaje que concentra desde impulsos inconscientes hasta una lluvia de mensajes determinados por la presión del medio acabará condicionando su libertad.
Se dice que escoger es descartar. Y pensamos que, en la mayor parte de las ocasiones, se trata de un dictado entre el sentido común y nuestras preferencias. Una decisión conveniente, razonada, informada, nos decimos. O intuitiva, cuando el caos acecha y cualquier argumento parece inservible. Los manuales de autoayuda para elegir bien y evitar el “impuesto mental y emocional” del error proliferan en las librerías. Pero la mayoría de estos tratados de psicología de bolsillo profundizan en explicaciones sobre lo qué nos ocurre al tener que decidir, mientras sus consejos para elegir bien no pasan de cuatro nociones elementales.
Tras décadas de estudio científico acerca de esta capacidad humana que nos ha endiosado, un pequeño grupo de filósofos, teóricos legales y psicólogos que estudian el terreno de la cultura insisten en que las constantes elecciones a las que nos vemos forzados han llegado al punto de tiranizarnos. Uno de los muchos ensayos sobre el tema, el reciente Tyranny of choosing, de Renata Salecl, razona que la libertad de elegir y el inmenso catálogo de posibilidades al que nos enfrentamos no nos aportan “mayor felicidad o más justicia”. Y su conclusión es que, o cambiamos el lenguaje neoliberal de la elección en el contexto del capitalismo de mercado, o elegir será otra de esas reliquias del pasado que finiquitará el mundo emergente. Ahora bien, no hay mayor soberbia, ni sentimiento de plenitud, que el de sentirse pagado de uno mismo por haber elegido aquello que lleva acompañándonos desde hace tiempo, y aún no nos ha decepcionado. Sea un perfume, la cafetera o el marido.
Comentarios