No sólo son las desinhibidas estrellas de Melrose Avenue, con sus morritos procaces, como Miley Cyrus, que puso el trasero en pompa en el escenario de los premios MTV; celebrities cuya explícita hipersexualidad, sumisa, queda a años luz del juego de provocaciones de sus predecesoras. También las escenas y los anuncios porno que se cuelan en los dispositivos electrónicos a los que permanecen enganchados los adolescentes más de once horas al día. Basta un clic para despertar de la edad de la inocencia: pubis depilados, erecciones encadenadas, obligados juguetes sexuales, desafíos para romper rutinas…y, como telón fondo, el riesgo de banalizar la transgresión.
Algunas voces de alarma advierten de que el sexo ha mecanizado el artificio entre las parejas tiernas que quieren emular aquello que ven a diario en sus pantallas. Y que a las experiencias eróticas enriquecedoras las ha reemplazado la imposición de un hardcore inapelable. Resulta chocante que en ese mar de emociones fuertes alguien defienda lo positivo de las rutinas de pareja que arrastran una especie de culpabilidad social, según la sexóloga Catherine Blanc: “Hoy se cree que las relaciones a tres son casi prácticas obligatorias, pruebas de libertad o de emancipación, pero no olvidemos que nos pertenece a nosotros definir nuestros deseos”. Porque lo que importa no es el escenario o las fantasías, sino actuar con conciencia sin patrones ni imposiciones -ya sean puritanas o libertinas- para que cada uno escoja el lenguaje con el que desea expresarse en la vida y en la cama. O a través de la pantalla.
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