Nunca resultó elegante hablar de dinero en público, aunque desde hace casi dos años no hagamos otra cosa. Eso sí, sus mensajes siempre van envueltos entre el celofán y el látex gracias a su enorme familia semántica. A diario pronunciamos muchas palabras que traen consigo el eco metálico de un puñado de monedas. Los sonidos relacionados con el dinero son punzantes y estruendosos, desde la calderilla que estalla contra el suelo cuando se vuelcan unos pantalones, hasta los timbres de las cajas registradoras. Incluso los zumbidos de falsa alegría que suenan cuando una máquina de juego canta premio. Y por supuesto, los rugidos de Wall Street.
Poco tiene que ver ya el dinero con aquel gran invento de la humanidad que medía objetivamente la distancia que nos separa de los objetos, expresando el valor de su intercambio. Hoy el dinero es otra cosa, provocada durante años al comprar barato y vender caro. La objetividad que tasaba el valor real de las cosas se relativizó con la furia especuladora. Y se fue hinchando el precio del mundo hasta convertirlo en una ruina. Le Monde planteaba en su portada del sábado una pregunta ciertamente compleja a pesar de su aparente simplicidad: «¿Quiénes son los mercados?». ¿Quiénes son los rostros que se esconden tras un sujeto abstracto que a días se muestra «nervioso, inquieto», y otros «calmado» como respuesta a las intervenciones políticas que bregan con esa mano invisible que ya describió en el siglo XVIII Adam Smith?
Nuestra sociedad se parece hoy a John Self, ese antihéroe que Martin Amis creó en su novela Dinero. Un hombre corrompido por la posibilidad del éxito y que, a pesar de sentirse agobiado por sus múltiples gastos, es animado por su socio-estafador a gastar más, a fin de ganar en prestigio bajo esa máxima de que el dinero atrae al dinero. Incluso en el amor, Self sólo sabe relacionarse a través del vil metal. Hasta que lo pierde todo, incapaz de comprender el mundo en que vive. Su pulsión es la misma que mueve a gran parte de la humanidad: el ansia por el estatus, el dinero como un fin para alcanzar el respeto. No hay más que ver a esos nuevos ricos que ahora se van desplumando, venden sus aviones privados y cancelan su filantropía, hasta ahora noble subterfugio para ahorrar impuestos. Hoy las finanzas son un imprevisible elemento de ficción, amparado en hipótesis de futuro, cuya deuda burbujeante ha distorsionado la realidad. Ya Quevedo advertía de que sólo un necio puede confundir valor con precio. Asistimos al nacimiento de unos nuevos tiempos donde nada será igual; el Estado de bienestar tiembla, la economía se ha convertido en un gran casino y el liberalismo en la única ideología capaz de aumentar la competencia y reflotar ese mercado (que seguimos sin saber qué rostro tiene). Y ello resulta engorroso para los que somos de letras.
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